En la misma tarde del primer día, llegué al pequeño cerro de Santa Lucía, desde el que se puede disfrutar de una excelente vista. Santa Lucía parece un reducto anglosajón en la ciudad. Y no sólo por los norteamericanos rubios que trepan por las escalinatas, o juegan al ajedrez sentados en un banco en una de las terrazas -mientras toman de sus cantimploras metálicas, vestidos como para un safari en África-, sino también por las huellas de Charles Darwin.
El viejo explorador que recolectaba insectos y datos para la corona, y que junto al capitán Fitz Roy acababa de bautizar el canal del Beagle, estuvo algún tiempo en Santiago, y disfrutaba como nadie del pequeño cerro.
“Inagotable fuente de placer es escalar el cerro Santa Lucía, una pequeña colina rocosa que se levanta en el centro de la ciudad. Desde allí la vista es verdaderamente impresionante y única”.
Una placa con los dichos de Darwin, regalo del gobierno británico al pueblo chileno, intentaba disputar la identidad del cerro con la Iglesia Católica, como si ese lugar fuera el campo de batalla en la pugna entre laicos y religiosos en Chile.
Es que allí mismo, en una de las cumbres del Santa Lucia, existe un santuario dedicado a Vicuña Mackenna, un político y escritor que llegó a alcalde de la ciudad, pero que fue traicionado y nunca pudo alcanzar la presidencia. Él fue quien diseñó la moderna Santiago, a mediados del siglo XIX. Y no fue muy difícil averiguar que sus enemigos eran los intereses británicos, a los que quedó encadenado para siempre, al compartir con la memoria de Darwin el mismo cerro de Santa Lucía.
En una de los caminos de acceso a la cumbre, un pequeño ombú destaca como un signo de que la pampa húmeda no queda tan lejos. Es mi primer ataque de nostalgia. También hay olivos en las laderas, y hasta es posible que la iglesia organizara allí las representaciones de Semana Santa.
Desde el cerro es posible ver el edificio principal de la Universidad Católica. Allí, tiempo antes de la caída de Allende, se refugiaron algunos mineros en huelga; una minoría que no apoyaba al gobierno de la Unidad Popular, y que recibía ayuda de los sectores de la derecha. Por esos días también comenzó la huelga de transportes que asfixió la economía y preparó el alzamiento militar.
Pero en la ciudad no quedan rastros del golpe militar. Ni siquiera se habla del asunto. El silencio lleva más de 30 años.