Hay dos tipos de empleadas domésticas en los barrios más caros de Santiago: las que pasean perros, y las que pasean bebés. No hay otra forma de distinguirlas. Los mismos vestidos y delantales, la tez insistentemente morena. Practican, incluso, los mismos cuidados hacia los seres que transportan, y que tienen que devolver sanos y salvos a los lujosos pisos de sus patrones.
Pero no en toda la ciudad hay empleadas domésticas. En un paseo descubro lo que llaman el
Barrio Universitario. Edificios de las primeras décadas del siglo, lujosos pero deteriorados por el abandono. La avenida Brasil es un boulevard antiguo que fue ganado por los autopartistas. Sobre la calle hay negocios de repuestos automotores, talleres mecánicos, garages pavimentados de grasa oscura. Por encima, en los primeros pisos, fachadas
Art Decó y apliques a punto de desmoronarse, mármol y rejas europeas.
Me sumerjo feliz en la angostísima calle
Concha y Toro. El curioso nombre proviene de Don Melchor de Concha y Toro, “empresario pujante y fundador de la Viña” a la que dio su nombre, reza un folleto. Además de hacer vino, el buen hombre fue ministro, y ayudó a su hermano Enrique a construir una gran mansión cerca del centro de la ciudad. Una viuda extraña se encargo luego de lotear el parque con “la traza irregular de los antiguos burgos medievales”, sigue el texto.
Así nacieron ese barrio y esa callecita, en la que casi no hay veredas. Un cartel enorme, de colores fluorescentes, anuncia multas para los automovilistas imprudentes que rayen las paredes de las fachadas. A pocas cuadras de camino se llega a una pequeña plaza casi redonda, que efectivamente prueba que la viuda conocía muy bien los pasillos de las ciudades de Andalucía. Hay algunos árboles, bancos, y un silencio conmovedor.
Lo curioso es que aún no se hayan instalado bares en ese sector, poblado como está de adolescentes con caras de absoluto aburrimiento, a la salida de sus clases de cálculo algebraico o alguna otra ciencia inútil.
Muy cerca se encuentra la Iglesia de la Gratitud Nacional, construida en 1883. Un texto turístico destaca que todavía “se mantiene firme pese a los movimientos sociales y de la naturaleza” (SIC).
A pesar de los temblores –una experiencia cotidiana a la que aún no he sido sometido– y de los terremotos que pueblan la historia de Santiago, en los edificios no se encuentran vestigios de aquellos desastres. Los últimos 30 años de excedente económico se encuentran en las construcciones modernas, y en el ritmo al que trabajan en cientos de torres cuadradas de cemento, que poco a poco hacen crecer la ciudad hacia lo alto. A pesar de los temblores.
Los ascensores de Santiago parten del primer piso. No hay “planta baja” en los edificios de la ciudad, como si los arquitectos hubieran experimentado un sostenido temor hacia los sótanos y la vida terrestre, para trasladarlo unánimemente a sus planos y proyectos.
Durante la tarde, una neblina densa cubre la ciudad. Todo parece más metálico y frío que en mi folleto turístico, y ahora las luces de la noche rebotan contra el cielo.