Hay una injusticia básica en nuestra percepción de lo cotidiano. Sin la disposición, sin la sensibilidad que otorga el sentirse extraño y extranjero, es difícil ver los recovecos del mundo, las increíbles escenas que se ven en las veredas siempre que uno abre los ojos y emprende su camino hacia el supermercado.
Hoy, una mujer fuma con elegancia mientras un mendigo, a metros de su colchón acomodado contra una pared, se apoya en una botella de cerveza, sin decidirse a estar parado, para decirle a ella con autosuficiencia: "yo no miro hacia adelante, yo estoy en el día a día".
Miro a los costados, para ver si soy víctima de una cámara oculta, en alguna insensible versión de un reality show literario. Pero no. Resulta que a veces la realidad es predecible, y se comporta como en las novelas del boom latinoamericano o en las historias didácticas del realismo de izquierda. La mujer evidentemente espera a un marido que estaciona una cuatroporcuatro, y mientras tanto decide hacer su propia excusión al realismo de la ciudad. Bien por ella: aunque no es mucho esfuerzo, habla con el indigente y le pregunta por su vida. Es mucho más de lo que hacen muchas mujeres de maridos en cuatroporcuatro.
Siempre con la sensación de habitar una novela de la década del 60, en la cuadra siguiente soy capaz de distinguir a una prostituta, sólo por sus ojos con lentes de contacto y su largo pelo negro; o puedo saber que el que corre para cruzar la calle es un empleado eficiente de un restaurante (lo delata el delantal), convencido de que hasta en el delibery hay desafíos que superar; o puedo imaginar lo que esa mujer rubia, que le pide más a su cigarrillo, va pensando sobre sus hijos y su marido.
Pero incluso en esta versión económica del mundo, en esta acumulación previsible de escenas e imágenes, lo que se puede ver no se agota en estas situaciones de neorrealismo literario: no entiendo los desajustes, la mugre desagradable, la cruda aparición de perros y vagabundos y la presencia superior de una grúa, que sobrevuela todo con violencia desde un edificio en construcción, para amenazar a las ventanas de los demás edificios que limitan su espacio aéreo.
El futuro ya no es como en los 60. Lo que antes era progreso, hoy es una grúa amenazante. Y sobre todo, las resoluciones ya no parecen algo simple. La conclusión puede resultar complicadísima: los problemas son más o menos los mismos, pero resulta cada ver más difícil resolverlos.
Siento congoja a causa de la mujer que, esperando a su marido, trabó conversación con el indigente. ¿Es la vuelta de la filantropía, que ahora nos muerde a las clases medias como una nueva culpa ancestral, constitutiva? ¿Vale para mí, que no tengo ni marido ni cuatroporcuatro? Me lo pregunto mientras en la caja del supermercado una chica servicial me pregunta (a su vez) si quiero donar algunos centavos para una institución encargada de los pobres. Le aclaro que no creo en ninguna institución perteneciente a la Iglesia, aunque le ahorro el recuento de los años y la cantidad de dinero que varios supermercados argentinos le dedicaron a la institución que manejaba un sacerdote pedófilo. Otra vez el argumento predecible, la falta de delicadeza del mundo, que insiste en dividirse entre buenos y malos.
Otra vez me ataca la sensibilidad esquemática, único refugio de los moralistas.