Almuerzo de sábado en un local del centro. Pollo frito, un manjar latinoamericano que hasta ahora no me había permitido, y que no abunda en Argentina. (Me cuentan que la única multinacional que existe con origen en Guatemala se dedica al pollo frito, casi una prueba irrefutable de latinoamericanismo para este plato popular.)
El pollo se sirve con una pequeña capa de harina crocante que cubre las piezas de carne, aunque algunas familias optan por comprar un pollo entero, completamente cubierto por esa película crocante, casi como una mortaja que envuelve la silueta del animal. Los niños se abalanzan sobre las gloriosas papas fritas mientras sus padres maniobran con los cubiertos de plástico para separar las presas del pollo.
El local es barato; mesas no demasiado limpias, no hay demasiada gente y cuelgan adornos y cuadros de colores chillones. Por los televisores se emiten algunos imperecederos capítulos de La Pantera Rosa. Noto que la música que acompaña a las historias es realmente buena, agitaciones de jazz que siguen todas las acciones del personaje. También noto que los personajes humanos en La Pantera Rosa siempre usan bigote y son en general personas muy tristes. La Pantera, con su aplomo, algunas veces es víctima, pero también en ocasiones se transforma en cínico espectador de las miserias ajenas. Puede ser muy torpe en algunos capítulos, o muy hábil y resuelta en otros; es un héroe que fluctúa entre la comedia y la ironía. Y siempre camina con ese ritmo que le imprimió a sus patas traseras el contrabajo de la orquesta dirigida por Henry Mancini.
Los almuerzos de fin de semana condenan a la televisión. En los restaurantes vacíos del centro de la ciudad hay muy poco que hacer más que analizar lo que ofrece la TV. Luego de los capítulos de La Pantera Rosa, una raza de marionetas frenéticas conquista la pantalla, con sus movimientos acompasados y sus moralejas pronunciadas de cara al público. La cuarta pared para esos muñecos es una multitud de niños aprendiendo lecciones morales, al otro lado del televisor.
Imagino que todos esos niños comparten conmigo el infinito aburrimiento que provocan las marionetas, y me concentro en mi cerveza, pensando en lo arriesgado que puede ser intentar nuevas versiones de Plaza Sésamo.
El pollo está crocante y el aceite inunda mi boca y hace que brillen los alrededores de mis labios con una pequeña capa de grasa. Sé que debería buscar algo más saludable para cenar, pero por ahora sigo comiendo este pedazo de Latinoamérica.