Cuando era chico, mis cuadernos de la escuela me provocaban asco. Me parecían muy desprolijos. Mis puños y mis codos atraían la tinta hacia la tela, y cada página se llenaba de manchas, de rayones torpes, nuevos elementos inesperados frente a los que mi escritura se esforzaba, para incluirlos improvisando palabras, puntos enormes para una i, pequeños soles o estrellas en los dibujos. La desprolijidad iba por delante de la escritura.
Todavía siento, a veces, la necesidad de estirar los brazos, como hacía en aquellos tiempos, para separar mis manos de los abarcadores puños de la camisa, puños que me convertían en un artesano torpe, traumado por la belleza de los cuadernos de mis compañeros. Era un colegio de varones, y por suerte mis garabatos nunca tuvieron que compararse con la esmerada escritura de esas nenas que saben que van a ser abogadas y van a tener tres hijos.
Pasar a la página siguiente. Esa relación es la que entablo hoy con las cosas: quiero que terminen, dejarlas atrás, comenzar de nuevo con otra suerte en la otra página.
Si en el mundo no hubiera capacidad de revisión, si el pasado reciente no existiera, habría muchos más chicos felices. Claro que no habría suerte para los mayores, y no podríamos resolver nuestros básicos conflictos políticos a causa de la falta de lecciones aprendidas, de la ausencia de historia.
El pasado, siempre, es el peor enemigo de los más chicos. Izaskun, maestra que todavía pronunciaba el español-vasco de su infancia, una vez se deshizo del lazo que tenía en su cintura para sostener su guardapolvo, y ató a uno de mis compañeros a su asiento. El inquieto Pablo –así se llamaba– quedó atrapado al pupitre de madera y hierro, que se había convertido de pronto en banco de tortura. Pero lo que más me sorprendió fue que Pablo se quedara en su lugar. Con un esfuerzo mínimo, con la fuerza de su pequeño cuerpo, hubiera podido deshacerse del lazo de tela. Pero cruzó los brazos y se retiró a llorar contra la tabla del pupitre.
Había aceptado la derrota, y había sido una derrota simbólica, aplastante.
Izaskun siguió con sus clases, pura voluntad en cada gesto. La derrota era de todos. Seguramente antes de irnos levantamos la tabla del pupitre, para sacar nuestros cuadernos de esa misma cavidad que a Pablo le servía como caja de resonancia. Seguía llorando cuando salimos.