Hoy, gracias a mi amigo Andrés, descubrí que sigo de paseo por este país.
Me prestó un pequeño equipo de música, y pude volver a escuchar un disco en el que
un guitarrista temeroso recita los sonidos que le sobran a su instrumento, con pequeñas frases entre los rabiosos rasgueos que me devuelven a mi adolescencia en Buenos Aires. No importa que sea Santiago, a las 12 de la noche de mis treinta años: hay sonidos que todavía me recuerdan a las tardes lluviosas en que miraba los trenes que abandonaban la estación de Temperley, 15 pisos más abajo de la ventana de mi habitación adolescente.
Fue gracias a este amigo, entonces, que volvieron las guitarras delicadas y temerosas. Y gracias a él también comprobé que hay muchos lugares a los que no se vuelve si es que no hay amigos. Por eso sigo de paseo por Santiago, acostumbrado a volver, convencido de que sólo es por un rato.
Las letras de los tangos del exilio lo dicen mucho mejor que yo. Pero es que los obreros de pelos mojados, en los buses de las 8 de la mañana, todavía son una especie exótica para mí. El lenguaje extraño todavía me parece extraño. Las cosas siguen en su lugar, sólo que ahora están lejos, y me rodea todo lo extranjero. No está mi cama, faltan mis libros y hasta esta noche también faltaba mi música.
Escuchar algo familiar para volver un poco, aunque esta noche me siento a miles de kilómetros de mi vida.