Algunos días, al salir del trabajo, aprovecho para caminar hasta mi casa. Son unas 25 o 30 cuadras, pero descubro nuevos barrios, me distraigo entre vidrieras y me detengo en librerías.
Ya estaba bajando el sol ayer cuando llegué al Parque Balmaceda. Es una extensión bastante grande con muchos árboles, una zona verde entre la avenida principal de Santiago y el río Mapocho.
En un costado del parque, unas cuantas parejas de jóvenes miraban curiosas la recién inaugurada Fuente del Bicentenario. Unos 100 chorros de agua en dos filas que subían y bajaban con una coreografía repetitiva y violenta. Mientras tanto, cambiaban de color las luces que había bajo el agua, lo que hacía más extraño todo el espectáculo.
La fuente es larga y de uno de sus extremos emerge una gran cuña metálica que se eleva hacia el cielo. Todo el conjunto da la sensación de que el arquitecto –no pude averiguar quién es, aunque posiblemente sea español–, es dueño de una sensibilidad bastante rígida, y quiso representar un ave enorme que agita sus alas con el ritmo de los chorros de agua, que suben y bajan continuamente.
La “Fuente del Bicentenario” está consagrada a la “Aviación de Chile”, lo que explica la marcialidad y el motivo estético elegido. Me pregunté si el ex jefe de esa aviación, el general Fernando Matthei, había acudido a la inauguración, celebrada un día antes. Matthei es uno de los grandes benefactores de la fuerza aérea chilena, encargado de los negocios con Inglaterra durante la Guerra de las Malvinas. Sólo pude saber que en la inauguración estuvo “la Gran Banda de Conciertos del Ejército y autoridades de Correos de Chile”, que presentaron “el sello postal de la Fuente del Bicentenario”.
Seguí caminando por el parque. Alguien en cuyo gusto confío me había dicho que entre los árboles podía encontrar el Café Literario. Se trata de un espacio agradable, con sus paredes repletas de libros y una terraza en la que se puede uno sentar mientras lee y toma un café.
Por desgracia no pude recorrer demasiado, ni acercarme a las estanterías de libros, porque según me indicaron, el café estaba cerrando. De todas maneras, alguien me dijo que en el subsuelo en esos momentos había una conferencia, y que luego se iba a ofrecer un vino de honor.
Bajé, con el vértigo de no saber cuál sería el tema sobre el que se estaba tratando. Imaginé que podría ser la presentación de un libro sobre jardinería, o una reunión de arquitectos jubilados, o una charla de autoayuda.
Entré a una sala muy moderna, que estaba casi colmada. Me senté en una de las últimas filas, justo delante de un hombre viejo y demacrado. Pude percibir su olor, y me convencí de que era un mendigo o un vagabundo, que como yo había pensado más en el vino que en la disertación que se iba a ofrecer.
Me puse a escuchar atentamente.
Frente a nosotros, sentados a una mesa, estaban tres hombres mayores de 70 años, impecablemente vestidos. Uno de ellos leía de forma vehemente, con un acento extraño, y pronunciando repetidamente palabras en alemán.
Hablaba de la traición de Werner Karl Heisenberg, creador del principio de incertidumbre y premio Nóbel de Física, y de Otto Hahn, otro físico de ese país. Ambos habían retrasado a Alemania en la construcción de la bomba atómica, y habían transmitido información secreta a Estados Unidos durante varios años.
Hablaba de que Alemania había hecho adelantos enormes durante la década del treinta, descubrimientos que la habían dejado muy por delante de la ciencia del resto del mundo, y afirmaba que si no hubiera sido por esa traición, “el nacionalsocialismo hubiera sido perfectamente capaz de construir la bomba atómica y cambiar el curso de la guerra”.
Miré a mi alrededor. Cerca de mí, un joven vestido de negro asentía a cada frase que lanzaba el disertante. Cerca de él, dos jóvenes gordos, rapados y vestidos de negro también escuchaban extasiados.
El conferencista hablaba del poco poder con el que contaba el ministro de Armamento de Hitler, que no pudo evitar varios sabotajes que retrasaron la producción de uranio en una planta de Noruega. Este ministro de armamento no era otro que el arquitecto Albert Speer, legendaria figura del nazismo y uno de los creadores de la estética hitleriana de potentes edificios inútiles, una marcialidad que se proponía volver a Roma pero con la piel blanca de la antigua mitología germánica.
Al final de su monólogo, y después del aplauso entusiasmado de todos los presentes, el disertante respondió con su acento alemán a algunas preguntas del público. En un momento, uno de los que estaba al lado suyo en la mesa quiso despejar dudas sobre el origen de su colega. “No crean que el profesor es nacionalsocialista”, aclaró. “Él es suizo” (SIC). Me pregunté si la cultura neonazi nunca se había extendido más allá de los límites de Alemania.
Pronto me di cuenta de que no iba a poder compartir el vino de honor con esa gente, y abandoné la sala. Más tarde averigüé que la charla había sido organizada por el Instituto Histórico Arturo Prat, y supe que esa institución tiene estrechas relaciones con el “Nacional Sindicalismo” chileno. Les habían prestado una sala pública para su charla, por pura amistad con la directiva de la Municipalidad de Providencia, también plagada de hombres honorables y rubios, o morochos pero honorables y deseosos de ser rubios.
Antes de dormir, se me ocurrió un sueño que podría resumir mi tarde. Me propuse soñar con un enorme pájaro de alas de agua que arrojaba bombas atómicas sobre las Islas Malvinas. Pero esta mañana confirmé que soy muy malo para recordar los sueños.