Impresiones

"Y en tu cuerpo/todos los errores".

9.11.2005

 

Tiempo: 11 de septiembre

Prometía ser un domingo un poco triste, pero la larga caminata, mi curiosidad y el sol de la mañana ablandaron bastante el ejercicio de la nostalgia.
Desde hacía dos o tres días, el gobierno había advertido que reprimiría los desmanes que se cometieran durante la marcha. Además, una reluciente ley prometía 3 años de cárcel a quien arrojara bombas molotov. En los noticieros, estas advertencias iban acompañadas de didácticas imágenes de jóvenes encapuchados tirando precisamente bombas molotov contra vehículos policiales; vehículos a los que visiblemente el fuego que surgía al estallar la pequeña botellita no podía causar más que cosquillas.
Con estas imágenes, y con varias otras advertencias preocupadas en la cabeza, viajé en el metro hasta la Moneda. Lo que encontré no estuvo muy lejos de lo que imaginaba encontrar: cientos de siglas y divisiones en rojo, pequeñas banderitas con leyendas que intentaban definir a cada uno de los muchos grupos en los que está dividida la izquierda chilena. Esta necesidad de dividirse es un dato que paradójicamente la une al resto de las izquierdas del mundo.
A partir de que comenzó la caminata, la columna se fue nutriendo de personas menos identificadas con grupos y partidos, familias con niños y muchísimos jóvenes. La estatua de Salvador Allende recibió aplausos y flores, y seguimos hacia el Mapocho en un recorrido totalmente previsto y vallado, con carabineros cada pocos metros e incluso –y esto me llamó la atención– muchos policías caminaban entre la gente, en plena columna, con aires de magnánima tolerancia democrática.
La gente entonaba canciones viejas y gloriosas, y sólo de vez en cuando se acordaba de que el actual presidente también pertenece al Partido Socialista. Era cuando ensayaban un poco de humor, al cantar que si Lagos es socialista, entonces el Papa seguramente es guerrillero.
Llegó el momento de abandonar el centro, y cruzar el río rumbo al Cementerio Central. En una esquina, lo que hasta ayer había sido un enorme local de Mc Donald´s parecía un galpón tapiado y abandonado. Enormes placas de madera cubrían sus ventanas y la gigante M amarilla había sido retirada de su sitio, sólo por unas horas, como para no estimular sentimientos anti-imperialistas.
El locutor que caminaba al frente de la marcha parecía salido de uno de los noticieros de TV, y advertía que la disciplina y la calma eran la mejor manera de homenajear a las víctimas del golpe militar. Recordé que Marx decía que "la violencia es la partera de la historia", y pensé que en esta marcha, era como si toda la izquierda chilena hubiera estado tomando anticonceptivos. Por supuesto, la perspectiva de no tener que correr ni absorber gases lacrimógenos me tranquilizó. Como bien saben, no soy un héroe.
Después de varios minutos a pleno sol, llegamos al cementerio. Mientras escuchábamos el largo discurso, frente a una gigantesca lápida en la que están los nombres de todas las víctimas de Pinochet y sus asesinos, la gente buscó lugar entre los mausoleos que había alrededor.
Luego, la columna siguió hacia adentro, entre edificios que alojaban minúsculos nichos, una larga hilera de monoblocks plagados de flores de plástico sobre las pequeñas puertitas, detrás de las cuales se corrompía el cuerpo de varias generaciones de chilenos. Me sorprendió encontrar un nicho con la Estrella de David, y me pregunté si la religión judía no permitía únicamente los enterramientos bajo tierra.
Seguí a un grupo de personas con banderas rojas que caminaban entre los monoblocks, y que también iban curioseando entre los apellidos grabados en las puertas de los nichos. De repente, al salir de uno de los pasillos dimos con una extensión enorme de tumbas en la tierra, todas uniformes y sin demasiada ornamentación. Aquí y allá flameaban banderas plásticas del Colo-Colo. Alrededor, las laderas de dos cerros verdes hacían que el espacio y la cantidad de cruces se multiplicara.
Mientras atravesábamos esa parte del cementerio, pude ver a una familia compungida alrededor de un féretro que estaba a punto de ser enterrado. También vi un grupo de tumbas que había sido cubierto por un techo de chapa, y que mostraba placas que indicaban que se trataba del mausoleo (de tierra, evidentemente no pudieron llegar a algo más) del Sindicato de Trabajadores Circenses de Chile. Payasos y animales africanos aparecían en algunas de las lápidas, como para confirmar que se trataba de un sindicato serio, que se preocupaba por la vida y la muerte de sus trabajadores.

Mi última escala fue otro edificio de nichos, casi al borde del cementerio. Ahí, una pequeñísima puerta llevaba el nombre de Víctor Jara. Era un nicho muy sencillo, pintado de rojo y plagado de claveles que algunos manifestantes dejaban como ofrenda y otros se llevaban como recuerdo. Por unos parlantes que habían instalado muy cerca se escuchaba una versión de Te recuerdo Amanda.
La sirena de una fábrica llama de vuelta al trabajo, y Amanda está feliz de encontrarse cinco minutos con Manuel, que pronto va a morir, destrozado por la violencia y la historia. “La vida es eterna, en cinco minutos”. La canción es muy simple y en el cementerio, la voz de Víctor Jara sonaba como un llamado a aprovechar el tiempo.

Lunes por la mañana
La vuelta de la marcha transcurrió sin problemas. Salvo porque al cruzar los puentes sobre el río Mapocho para volver al centro, los carabineros registraban a todos los jóvenes que les resultaran sospechosos.
Hoy me entero de que la vida de Cristián Castillo Díaz terminó anoche, después de 16 años. La muerte de este adolescente durante las manifestaciones callejeras, que hubiera provocado un escándalo político en muchos países latinoamericanos, es una noticia que apenas comparte importancia con la evolución de las campañas proselitistas.
La policía comandada por el gobierno socialista ha refinado sus métodos. La muerte de este chico casi parece un asesinato poético: la bala quedó alojada cerca de su corazón.



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