Impresiones

"Y en tu cuerpo/todos los errores".

4.03.2006

 

Dos anarquistas

Las últimas han sido las décadas del marketing. Sobran (tristes) pruebas al respecto. Pero a veces es bueno clavar los frenos ante algunos abusos. Me interesan particularmente los abusos del lenguaje.
Una vez, un poeta que conozco defendió el silencio que existe alrededor de la poesía; defendió su escasa presencia en las listas de best sellers. Y su argumento para la invisibilidad era también una defensa. Muchos han robado de la poesía, me explicaba este poeta. Y hoy, la publicidad, con sus garras –me dijo– se ha apropiado de muchos de los recursos que siempre había atesorado la poesía. Es mejor que la poesía se quede donde está, que los lectores la busquen.
Podía, y puede, sonar como una opinión elitista. Podría sostenerse que un consumo masivo es más democrático, y que la difusión de poesía siempre es difusión de poesía. Pero no.
Si la soledad y el tiempo libre de alguien que vive en un país extranjero pueden eximirme de algunas incoherencias, creo que en mi caso la indulgencia tiene que ser todavía mayor. Es que disfruto de observar a las clases altas. Siento un placer enorme en la conquista de sus códigos, admiro sus plásticas bellezas y me divierto malamente con las vergüenzas y las ridiculeces que sostienen. Sucede además que, como siempre, la ostentación es un rasgo de inseguridad. Así que el espectáculo a veces puede ser más interesante y ridículo.
Era sábado por la noche, y el sistema era simple: por una pequeña suma de dinero, a uno lo equipaban de una copa, y de un folleto del que podían desprenderse, de a uno, varios papelitos troquelados. Desprenderlos significaba recibir a cambio, en la copa que sosteníamos, una cantidad un tanto escasa de vino. Uno podía elegir entre decenas de bodegas y variedades. Había puestos de feria a lo largo de tres cuadras, que la masa de asistentes recorríamos de ida y vuelta, aferrados a nuestra copa como si fuéramos náufragos con salvavidas. Cada puesto presentaba elegantemente sus botellas, y uno podía pasear con su nariz, o solamente arriesgarse a lo que prometían los carteles y las etiquetas.
Había muchas promotoras, y uno de los primeros folletos publicitarios que recibí funcionó como una advertencia: "No pierdas tu color por el otoño", me decía, para después invitarme con descuento a algunas sesiones de cama solar. Empecé a ponerme en alarma.
Unos pasos más adelante, un grupo de adolescentes, desenvueltas y hasta sensuales, me rodeó para venderme una rifa de beneficencia. Me di cuenta de que eran voluntarias de alguna iglesia católica de la zona. Recaudaban fondos para un hogar de madres solteras. En el logo del delantal que todas llevaban decía algo parecido a "Sí a la vida". Pensé en cambiarlo por "Sí a la vida de madre soltera". Les dije que no traía mucho dinero, y avancé.
Con mi copa en la mano, pasé frente al stand publicitario de un banco, en el que un DJ de gorra pasaba música electrónica. Las típicas secuencias duras del sonido irreflexivo. Cerca de él, en una mesa que llamaba la atención de todos los padres de familia y abuelos, bailaba una mujer con minifaldas que no parecía llevar ropa interior. Era como un oasis del exceso en medio de los sobrios locales de las bodegas, y de las niñas católicas que vendían rifas.
Seguí caminando decidido a hacerme de mi primera copa de vino.
Creo fervientemente en eso de que sólo con preguntas se escapa de la ignorancia. Así que me dediqué a preguntar por los vinos que desconocía, por las variedades chilenas extrañas. Mi sorpresa fue enorme, al enterarme de que un vino blanco por el que había preguntado tenía un sabor "convulsionado". Creí que había dado con un poeta haciendo horas extras como vendedor, así que pedí una copa. Resultó no ser tan "convulsionado" como me decían. Tenía un sabor entre seco y dulzón. O algo así.
Me gusta el vino, pero en general prefiero los vinos tintos. Soy de los que sostienen la inverificable tesis de que el vino blanco produce más dolor de cabeza que el tinto. Así que me dirigí hacia un puesto cuyas botellas eran bien oscuras.
El vino por el que me decidí, me anunciaron, tenía un aroma "estridente". Y sobre todo, era muy "astringente" (supuse que en este caso se refería a alguna sensación relacionada con la saliva o el ardor de la lengua. Pero fue una suposición larguísima, que me tomó el mismo tiempo que me toma últimamente comprender los comerciales de televisión. A veces necesito intérpretes, que me expliquen algún detalle que finalmente me hace comprender. Soy un analfabeto publicitario).
Hacía tiempo había leído una nota periodística al respecto, pero me imaginé que, como siempre, el periodismo caía en su costumbre de exagerar. No. El discurso sobre el vino es un asedio del marketing sobre los adjetivos. La nota, que ridiculizaba lo que los enólogos decían al describir un vino, no había exagerado en nada.
Se sabe que la eficacia retórica de la publicidad es, a veces, espeluznante, y se instala en la memoria de generaciones enteras. Todos somos capaces de cantar un gingle publicitario. A uno pueden calcularle la edad por las canciones que recuerda de su niñez frente a la televisión. Cada generación tiene su marca: autitos matchbox, nesquik y otras de esas cosas imborrables.
Han avanzado hasta dejarnos arrinconados, con recuerdos que son propaganda, un canon de fórmulas y spots televisivos.
Pero quiero ser romántico en este punto: hay algo más allá. Tienen que haber sensaciones más importantes, como humanos nos merecemos algo mejor y más importante que todo esto. Hacia esa certeza se dirige la poesía, y eso la hace distinta a la publicidad, y distinta a todo. Claro que para ser poesía, la poesía tiene que provocar algo.
Con mi copa en la mano, recordé a ciertos anarquistas "de vinos y versos interminables" que menciona Alfredo Zitarrosa en un poema. Imaginé lo que ellos habrían hecho en mi lugar, y me perdí de vuelta entre los varietales.



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