Impresiones

"Y en tu cuerpo/todos los errores".

7.28.2005

 

Confirmado: soy un moralista

Hay una injusticia básica en nuestra percepción de lo cotidiano. Sin la disposición, sin la sensibilidad que otorga el sentirse extraño y extranjero, es difícil ver los recovecos del mundo, las increíbles escenas que se ven en las veredas siempre que uno abre los ojos y emprende su camino hacia el supermercado.
Hoy, una mujer fuma con elegancia mientras un mendigo, a metros de su colchón acomodado contra una pared, se apoya en una botella de cerveza, sin decidirse a estar parado, para decirle a ella con autosuficiencia: "yo no miro hacia adelante, yo estoy en el día a día".
Miro a los costados, para ver si soy víctima de una cámara oculta, en alguna insensible versión de un reality show literario. Pero no. Resulta que a veces la realidad es predecible, y se comporta como en las novelas del boom latinoamericano o en las historias didácticas del realismo de izquierda. La mujer evidentemente espera a un marido que estaciona una cuatroporcuatro, y mientras tanto decide hacer su propia excusión al realismo de la ciudad. Bien por ella: aunque no es mucho esfuerzo, habla con el indigente y le pregunta por su vida. Es mucho más de lo que hacen muchas mujeres de maridos en cuatroporcuatro.
Siempre con la sensación de habitar una novela de la década del 60, en la cuadra siguiente soy capaz de distinguir a una prostituta, sólo por sus ojos con lentes de contacto y su largo pelo negro; o puedo saber que el que corre para cruzar la calle es un empleado eficiente de un restaurante (lo delata el delantal), convencido de que hasta en el delibery hay desafíos que superar; o puedo imaginar lo que esa mujer rubia, que le pide más a su cigarrillo, va pensando sobre sus hijos y su marido.
Pero incluso en esta versión económica del mundo, en esta acumulación previsible de escenas e imágenes, lo que se puede ver no se agota en estas situaciones de neorrealismo literario: no entiendo los desajustes, la mugre desagradable, la cruda aparición de perros y vagabundos y la presencia superior de una grúa, que sobrevuela todo con violencia desde un edificio en construcción, para amenazar a las ventanas de los demás edificios que limitan su espacio aéreo.
El futuro ya no es como en los 60. Lo que antes era progreso, hoy es una grúa amenazante. Y sobre todo, las resoluciones ya no parecen algo simple. La conclusión puede resultar complicadísima: los problemas son más o menos los mismos, pero resulta cada ver más difícil resolverlos.
Siento congoja a causa de la mujer que, esperando a su marido, trabó conversación con el indigente. ¿Es la vuelta de la filantropía, que ahora nos muerde a las clases medias como una nueva culpa ancestral, constitutiva? ¿Vale para mí, que no tengo ni marido ni cuatroporcuatro? Me lo pregunto mientras en la caja del supermercado una chica servicial me pregunta (a su vez) si quiero donar algunos centavos para una institución encargada de los pobres. Le aclaro que no creo en ninguna institución perteneciente a la Iglesia, aunque le ahorro el recuento de los años y la cantidad de dinero que varios supermercados argentinos le dedicaron a la institución que manejaba un sacerdote pedófilo. Otra vez el argumento predecible, la falta de delicadeza del mundo, que insiste en dividirse entre buenos y malos.
Otra vez me ataca la sensibilidad esquemática, único refugio de los moralistas.

7.17.2005

 

La suerte de los animales

Viaje a Talca, tres horas al sur de Santiago. Una ciudad chica, con bordes campesinos y casas de adobe que parecen de más de 100 años. La arquitectura colonial de los antiguos fundos parece haber atravesado varios siglos. De camino a una pequeña población de las afueras, en todos los techos de tejas rojizas se puede ver la persistencia del verdín. Evidentemente, la lluvia es una molestia cotidiana en esta zona. Hay humedad, pero este es uno de los pocos días en que no llueve. Hace muchísimo frío.
Durante un paseo por los viveros que mantiene un grupo de mujeres, un pato enorme y blanco nos sigue por el camino. Es casi un animal doméstico, que evidentemente quiere a una de las mujeres que me acompaña más de lo que hubiera querido a propia su madre. La reemplazante de la madre pata es una campesina de unos 50 años, su rostro plagado de arrugas, que trata de ahuyentar al pato arrojándole terrones que encuentra a sus pies, y que nunca logran alcanzarlo. Parece que el animal está acostumbrado a ese tipo de educación, y mientras miramos almácigos y pequeños brotes de lo que van a ser fructíferas plantas de tomate, imagino que con esa misma sumisión el pato va a acudir cuando lo llamen para hacer con él un tristísimo estofado.
Como sucedía con los dioses que devoraban a sus hijos, la subsistencia de quienes viven en el campo no es compatible con el amor, al menos no con el amor a ciertos animales. Por ahora, el pato disfruta de su vida, nos mira desde una prudente distancia y hace saber con graznidos que él también quiere ser parte del paseo.


Hacia el final de la tarde, y después de visitar varias oficinas, con sus escritorios y sus burócratas, me dedico a caminar sin rumbo por la ciudad. Saco algunas fotos curiosas: una virgen muy colorida sobre un portal; un extraño cartel que anuncia "Zona de Bombas" y que intenta advertir a los automovilistas que ahí se encuentra el cuartel de bomberos; barrios de casas todas iguales pintadas con colores muy llamativos, y que hacen pensar en un antiguo plan de vivienda que impulsó el Estado.
De camino a la estación de buses, me pierdo por mercados y calles, sin cuidado y vigilado por todos: con sus miradas casi me señalan como a un turista.
Un hombre ofrece liebres muertas, a las que sólo se ha tomado el trabajo de destripar. En otras circunstancias, quizá haya sido capaz de desollar a los animales, y ofrecer el cuero limpio. Pero hoy no parece tener el ánimo para hacerlo. Tiene un pequeño puesto móvil (ruedas de bicicleta para un gran cajón de madera, él mismo es quien debe tirar, sin la ayuda de burros o caballos), está sentado y juega a las cartas con un vendedor vecino. Los ojos abiertos de las liebres, que cuelgan del carro en una línea de alambre, reflejan la figura de los que se acercan para observarlas.
Todavía es de día, y un grupo de prostitutas también juega a las cartas, esperando el momento de comenzar el trabajo. Están en un bar de ambiente sórdido, al que le han abierto todas las cortinas oscuras que normalmente lo delatan como prostíbulo. Hay una barra con licores, posters de rubias norteamericanas en bikini, varios espejos labrados con imágenes sugerentes. Es temprano, y desde la calle los transeúntes pueden ver a las mujeres (todas jóvenes, todas sentadas alrededor de una mesa) que se miran aburridas y juegan, mientras escuchan los lamentos de una cumbia. Pienso en sacar una foto, pero imagino que prefieren no ser molestadas y sigo mi camino.
También resigno fotografiar el mostrador de una veterinaria. Evidentemente el comerciante espera convocar la curiosidad de la gente, y muy cerca de la vidriera hay dispuestos varios frascos con fetos de distintos animales flotando en un líquido turbio. Un perro, un cerdo, un "cabro", un conejo, un gato. Acostumbrado a la sorpresa de los transeúntes, el tipo responde a mis preguntas casi sin mirarme, y me recita en orden cuál es la especie que tiene atrapada en cada uno de los frascos.
Recuerdo aquella teoría de la "recapitulación evolutiva", que dice que durante su crecimiento, los fetos de los mamíferos pasan por distintas etapas en las que se parecen a peces, a reptiles y a aves, en un recorrido por todas las otras familias del reino animal. Pero ninguno de estos cuerpos blancuzcos de los frascos se parece a nada más que a los monstruos que a veces presenta el cine de terror. No reconozco cerditos ni cabras ni perros, y me alejo sin la foto, ahuyentado por la escasa amabilidad del veterinario.
Vuelvo a Santiago por un camino oscuro, por el que se pueden ver poblaciones de casas idénticas, barrios cuadriculados en los que viven obreros invisibles.

7.12.2005

 

Recaudación y fe

Son las once de la noche en la Plaza de Armas de la ciudad de Santiago. El sonido de una orquesta me atrae hacia una de las esquinas. "Alabaré, alabaré", repiten con ritmo creciente un grupo de personas que forman un círculo. Todos están vestidos con elegancia pueblerina. "Alaaaabaré a mi señoooor", se escucha por un serie de parlantes que completan el círculo.
En un momento, la canción menciona los "ríos de agua viva" que generó Cristo durante su estancia en la tierra. Más que hacerme pensar en los flujos que permiten el bautismo, pienso en las "aguavivas", esos organismos pluricelulares, asquerosos y transparentes que laceran la piel de los bañistas en las costas frías de Argentina.
Me acerco. Tácitamente, y desde hace un buen tiempo, en los lugares que frecuento se me reconoce como turista. Muchas veces es incómodo. Saberse extranjero y llamar la atención son dos elementos que me han empujado a recortar mis salidas, a administrar mejor mi exposición pública. Pero en este caso, el hecho de ser casi un extraterrestre me deja en una posición privilegiada. Nadie se acerca a hablarme del mensaje de Jesús, quizá porque imaginan que –rubio y callado como soy– ni siquiera hablo castellano.
Aprovecho la ventaja para acercarme más. Lo primero que veo es a un adolescente, con el pelo rapado como si fuera un militar, que esconde la cabeza llorando desconsolado mientras un hombre de unos 50 años, canoso, le habla al oído mientras sostiene una Biblia en sus manos.
Alrededor, todos cantan. Envidio un poco el convencimiento con el que, cada uno, promete alabar a su dios. "Alabaré, alabaré", suena en la plaza, y uno hasta imagina que se trata de una palabra árabe, y que su repetición funciona como uno de esos conjuros de Las mil y una noches. Quizá hasta se trate de una célula dormida de Al Qaeda. O de muchas células, que forman una "aguaviva" en pleno centro de Santiago.
Pero no, este círculo de gente no está en el negocio petrolero. En una mesa, justo en el centro del círculo, un hombre cuenta billetes. Más cerca mío, otro entrega una especie de bono, que escribe mientras habla de cifras con otro de los feligreses. De pronto, una pareja irrumpe en el centro de la escena. El hombre, de unos 40 años, saca su billetera, y deja un billete en manos del pastor. La suma continúa en las manos del pastor, que sostiene como puede un micrófono inalámbrico por el que pronto va a hablar.
Y habla. Agradece a la última pareja donante, y proclama la cifra que se ha conseguido para construir la Iglesia de Dios. La verdadera Iglesia de Dios.
Doy algunos pasos hacia mi casa. En el camino, dos niños juegan a colocar un vaso de plástico en el chorro vertical de un bebedero. El juego es ingenioso: el chorro levanta y mantiene el vaso en el aire durante unos segundos, mientras se escuchan las carcajadas de los chicos.
Pero el hechizo se rompe. Dos carabineros se acercan, y con caras muy serias, hacen notar a los chicos que su juego está mojando el suelo de la plaza, y que eso perjudica a otras personas que quieran utilizar el bebedero. Los chicos se alejan, todavía divertidos por el efecto del vaso volador.
En otra de las esquinas, otro pastor abandona sus ambiciones económicas. Está rodeado sólo de dos o tres feligreses. Se trata, obviamente, de un díscolo ex miembro de la Iglesia de los "ríos de agua viva" que eligió otro sector de la plaza. Aunque está más solo (y obviamente es más pobre que sus ex hermanos), se lo nota más convencido. De vez en cuando, sus acompañantes lo envalentonan con algún "¡Aleluya!"
La plaza, con sus predicadores que recuerdan las divisiones de los partidos de izquierda, me hace pensar que la realidad es tan compleja que casi no existe. Mirar es descubrir detalles. Que son tantos, que el mundo abruma por inabarcable.
El momento metafísico termina con un borracho que orina contra una pared, mientras discute con su novia que, estoica, trata de evitar ponerse en el camino del líquido que baja hacia la calle.
Santiago se prepara para dormir, después de la fe y la borrachera.

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