Impresiones

"Y en tu cuerpo/todos los errores".

9.27.2005

 

La carne al jugo de los sábados

Cerca de mi casa hay un refugio enorme. Son unos galpones inmensos, en los que se esconde Latinoamérica. El Mercado de la Vega Central, casi pegado a la costa del Mapocho, ofrece verduras y frutas, carnes y cabezas de cerdos gigantes, y toda la variedad cultural de la que es capaz este país.
Los sábados por la mañana, caminar hasta ese mercado es cambiar lentamente de mundo. Desde la estética gay de la zona de Bellas Artes, al cruzar el río, se llega a una sector en momentáneo abandono, los límites del barrio de Bella Vista, cada vez más ocupado por la bohemia moderna. Se dejan atrás algunas tiendas de ropa de diseño, se atraviesa la calle Patronato con su concentrado de negocios de ropa barata, y de a poco en las veredas crecen como hongos los puestos de ollas, herramientas usadas, discos piratas y películas pornográficas en DVD.
Ingresar en el galpón principal de la Vega Central es como entrar a un templo en el que los dioses y santos son los aromas. Hay penitentes locos, cuerpos inflamados de borrachos que deambulan buscando comida y alcohol, y perros y gatos que sólo buscan comida, mientras recogen en sus pelos todo el polvo del piso. El tránsito se complica con el paso de los carros de los changadores que maniobran entre la multitud.
A pesar de la pobreza de muchos de los transeúntes, el mercado es un espacio para el despilfarro. Por el suelo hay montones de hojas de lechugas y repollos, mínimamente dañadas, utilizables para cualquier cocinero escrupuloso, pero que son abandonadas en nombre de la calidad. Los bordes se tiran. Las hojas sucias no sirven. La fruta fea, aunque sana, nunca llega al glorioso destino de los estómagos. Barrenderos municipales se encargan de quitar de en medio todo lo que es rechazado. En el mercado sobran productos de la tierra. Y los precios son variables, delirantes y sensibles al humor de cada uno de los comerciantes y campesinos que se aventuran a la caprichosa oferta y la caprichosa demanda.
Los pasillos dividen rubros y culturas. En uno se puede encontrar carne, un refinamiento y multiplicación de cortes de cerdo y vaca que abruman al extranjero, conejos de ojos rojos que perdieron la piel y las omnipresentes longanizas de Chillán. En otro pasillo, puestos de conservas de aceitunas, trigo molido que se ofrece suelto y fideos de todas clases que completan una oferta inabarcable, casi como la enciclopedia de todos los almacenes de la ciudad. Otro pasillo congrega a los peruanos: diversos tipos de granos de maíz para preparar canchita, un repertorio enorme de condimentos encabezado por el ajinomoto, rojísimos y picantes rocotos que parecen frutas inofensivas y jugosas.
Todos los vendedores repiten la misma pregunta: "¿Qué va a llevar, caserito?" Se trata de una extraña y demagógica revalorización del trabajo doméstico, pero que funciona a la perfección cuando uno circula entre sabores y aromas extraños, con el ánimo de un chef de platos exóticos.
Siempre compro cilantro y jengibre, aceitunas y pikles que ahora mismo suman su ácido a mi sistema digestivo, mientras escribo estas líneas. También consigo berro y verduras amargas como la rúcula, manjares de zanja que extraño de Buenos Aires.
Al final de la compra, con los dedos doloridos por las bolsas pequeñísimas repletas de papas del sur y callampas y champiñones que explotan si uno los mira fijo, voy hasta la zona de los restaurantes. La luz entra por las chapas desencajadas, el techo es altísimo, y debajo se ha formado casi una plazoleta para las mesas de los comedores populares que ofrecen comida corrida: sopa, pan, plato de fondo y ensalada.
Es difícil escapar de las imposiciones del menú. La misma mesera que se queja siempre por su dolor en las piernas mueve su cuerpo enorme hasta la mesa que usualmente ocupo. Como es normal, me anuncia que la oferta de platos que exhiben los carteles escritos con tiza es un poco engañosa: a esas alturas del día, sólo puede prepararme una carne al jugo. Siempre acepto la carne al jugo, no porque suponga un placer, sino porque ya he superado esos sábados, y el plato elegido me depara una tarde tranquila, sin indigestión ni envenenamiento. Los perros y los penitentes borrachos comen a mi alrededor, la misma carne al jugo, único manjar posible en este paraíso tan parecido a cualquier paraíso del sur del continente.
Observo las discusiones entre los empleados de los comedores, la peregrinación de carros en los pasillos y el lento fin de la mañana, que desactiva el metabolismo del Mercado de la Vega Central. De a poco, la gente abandona el lugar con bolsas en las manos. Latinoamérica ya ha hecho el esfuerzo de acercarse a Santiago, y ahora se retira a descansar a los barrios del suburbio.

9.25.2005

 

Hermoso ladrillo

Acabo de terminar de leer 2666, de Roberto Bolaño. Es un libro pesadísimo, porque contiene un mundo enorme y concentra las dudas y las certezas de la literatura moderna. Y ahora que dejé el libro sobre la mesa, entiendo que su tamaño fue parte de la propuesta durante todos estos meses de lectura.
Es un libro incómodo. Necesita de mucha paciencia. Ninguna postura es completamente placentera, lo que obliga todo el tiempo a reconsiderar el objeto, todo el tiempo instaura la presencia de ese ladrillo de 1125 páginas que se impone a nuestra vida cotidiana y a nuestros livianos hábitos de lectura.
Y lo que se impone también es la omnipresencia del autor. Uno tiene la certeza de que está leyendo las puras obsesiones de Bolaño, un enfermo de voracidad por los detalles y los paseos, un preceptor de la inmoralidad, un convencido de que la escritura sólo puede funcionar como una forma de exorcismo.
A pesar de todo esto, casi produce furia que no descuide la estructura. Provoca envidia que, además de afirmar que el placer de la literatura está en los desvíos, Bolaño sea capaz de anudar su bestial imaginación a un esquema. La novela va y vuelve entre las décadas con una despreocupación envidiable. Hay pequeñas llaves, revelaciones mínimas, detalles que anudan unas historias con otras, y que nos hacen sentir estúpidamente felices por haber comprendido.
Pero lo importante es lo que transcurre hacia el interior de cada historia, con cada uno de sus héroes cotidianos, con los asesinos y policías y narcotraficantes y nazis a los que uno puede casi acariciar gracias a la distancia de la ficción. El bien ya no se aleja del mal, y Bolaño es capaz de concretar una estrepitosa síntesis, una catarata. Nos impone las diversas perversiones del amor como motores de algo que nunca deja de moverse, algo frente a lo que las palabras siempre llevan retraso, y que a falta de una definición menos cursi podemos llamar vida.
Una de las certezas más conmovedoras que deja el libro es que el éxito también es triste, que el paraíso hacia el cuál escapamos no es mejor que todas las vueltas que todos los días dan los cuerpos buscando un amanecer, como bien hubiera dicho Spinetta.
El libro de Bolaño apunta hacia el mundo, propone explorar las casualidades y tomar nota de todos los detalles. Y 2666 es sólo una de las versiones, son las historias que eligió de la complicada maraña de lo cotidiano que todos compartimos con Bolaño, un rescate que pudo hacer más por gracia de la voluntad que por obra del estilo.
El hecho de que sea su libro póstumo le agrega cierta oficialidad, un acartonamiento que –por lo que sé– Bolaño hubiera detestado. Pero no nos queda otra opción que canonizarlo, sin ceremonias y con toda la soledad y el alcohol que se merece su memoria. Pero canonizarlo por incómodo, por escritor de ladrillos felices, y por habernos dado una novela imprescindible.

9.11.2005

 

Tiempo: 11 de septiembre

Prometía ser un domingo un poco triste, pero la larga caminata, mi curiosidad y el sol de la mañana ablandaron bastante el ejercicio de la nostalgia.
Desde hacía dos o tres días, el gobierno había advertido que reprimiría los desmanes que se cometieran durante la marcha. Además, una reluciente ley prometía 3 años de cárcel a quien arrojara bombas molotov. En los noticieros, estas advertencias iban acompañadas de didácticas imágenes de jóvenes encapuchados tirando precisamente bombas molotov contra vehículos policiales; vehículos a los que visiblemente el fuego que surgía al estallar la pequeña botellita no podía causar más que cosquillas.
Con estas imágenes, y con varias otras advertencias preocupadas en la cabeza, viajé en el metro hasta la Moneda. Lo que encontré no estuvo muy lejos de lo que imaginaba encontrar: cientos de siglas y divisiones en rojo, pequeñas banderitas con leyendas que intentaban definir a cada uno de los muchos grupos en los que está dividida la izquierda chilena. Esta necesidad de dividirse es un dato que paradójicamente la une al resto de las izquierdas del mundo.
A partir de que comenzó la caminata, la columna se fue nutriendo de personas menos identificadas con grupos y partidos, familias con niños y muchísimos jóvenes. La estatua de Salvador Allende recibió aplausos y flores, y seguimos hacia el Mapocho en un recorrido totalmente previsto y vallado, con carabineros cada pocos metros e incluso –y esto me llamó la atención– muchos policías caminaban entre la gente, en plena columna, con aires de magnánima tolerancia democrática.
La gente entonaba canciones viejas y gloriosas, y sólo de vez en cuando se acordaba de que el actual presidente también pertenece al Partido Socialista. Era cuando ensayaban un poco de humor, al cantar que si Lagos es socialista, entonces el Papa seguramente es guerrillero.
Llegó el momento de abandonar el centro, y cruzar el río rumbo al Cementerio Central. En una esquina, lo que hasta ayer había sido un enorme local de Mc Donald´s parecía un galpón tapiado y abandonado. Enormes placas de madera cubrían sus ventanas y la gigante M amarilla había sido retirada de su sitio, sólo por unas horas, como para no estimular sentimientos anti-imperialistas.
El locutor que caminaba al frente de la marcha parecía salido de uno de los noticieros de TV, y advertía que la disciplina y la calma eran la mejor manera de homenajear a las víctimas del golpe militar. Recordé que Marx decía que "la violencia es la partera de la historia", y pensé que en esta marcha, era como si toda la izquierda chilena hubiera estado tomando anticonceptivos. Por supuesto, la perspectiva de no tener que correr ni absorber gases lacrimógenos me tranquilizó. Como bien saben, no soy un héroe.
Después de varios minutos a pleno sol, llegamos al cementerio. Mientras escuchábamos el largo discurso, frente a una gigantesca lápida en la que están los nombres de todas las víctimas de Pinochet y sus asesinos, la gente buscó lugar entre los mausoleos que había alrededor.
Luego, la columna siguió hacia adentro, entre edificios que alojaban minúsculos nichos, una larga hilera de monoblocks plagados de flores de plástico sobre las pequeñas puertitas, detrás de las cuales se corrompía el cuerpo de varias generaciones de chilenos. Me sorprendió encontrar un nicho con la Estrella de David, y me pregunté si la religión judía no permitía únicamente los enterramientos bajo tierra.
Seguí a un grupo de personas con banderas rojas que caminaban entre los monoblocks, y que también iban curioseando entre los apellidos grabados en las puertas de los nichos. De repente, al salir de uno de los pasillos dimos con una extensión enorme de tumbas en la tierra, todas uniformes y sin demasiada ornamentación. Aquí y allá flameaban banderas plásticas del Colo-Colo. Alrededor, las laderas de dos cerros verdes hacían que el espacio y la cantidad de cruces se multiplicara.
Mientras atravesábamos esa parte del cementerio, pude ver a una familia compungida alrededor de un féretro que estaba a punto de ser enterrado. También vi un grupo de tumbas que había sido cubierto por un techo de chapa, y que mostraba placas que indicaban que se trataba del mausoleo (de tierra, evidentemente no pudieron llegar a algo más) del Sindicato de Trabajadores Circenses de Chile. Payasos y animales africanos aparecían en algunas de las lápidas, como para confirmar que se trataba de un sindicato serio, que se preocupaba por la vida y la muerte de sus trabajadores.

Mi última escala fue otro edificio de nichos, casi al borde del cementerio. Ahí, una pequeñísima puerta llevaba el nombre de Víctor Jara. Era un nicho muy sencillo, pintado de rojo y plagado de claveles que algunos manifestantes dejaban como ofrenda y otros se llevaban como recuerdo. Por unos parlantes que habían instalado muy cerca se escuchaba una versión de Te recuerdo Amanda.
La sirena de una fábrica llama de vuelta al trabajo, y Amanda está feliz de encontrarse cinco minutos con Manuel, que pronto va a morir, destrozado por la violencia y la historia. “La vida es eterna, en cinco minutos”. La canción es muy simple y en el cementerio, la voz de Víctor Jara sonaba como un llamado a aprovechar el tiempo.

Lunes por la mañana
La vuelta de la marcha transcurrió sin problemas. Salvo porque al cruzar los puentes sobre el río Mapocho para volver al centro, los carabineros registraban a todos los jóvenes que les resultaran sospechosos.
Hoy me entero de que la vida de Cristián Castillo Díaz terminó anoche, después de 16 años. La muerte de este adolescente durante las manifestaciones callejeras, que hubiera provocado un escándalo político en muchos países latinoamericanos, es una noticia que apenas comparte importancia con la evolución de las campañas proselitistas.
La policía comandada por el gobierno socialista ha refinado sus métodos. La muerte de este chico casi parece un asesinato poético: la bala quedó alojada cerca de su corazón.

9.07.2005

 

Arquitectos

Algunos días, al salir del trabajo, aprovecho para caminar hasta mi casa. Son unas 25 o 30 cuadras, pero descubro nuevos barrios, me distraigo entre vidrieras y me detengo en librerías.
Ya estaba bajando el sol ayer cuando llegué al Parque Balmaceda. Es una extensión bastante grande con muchos árboles, una zona verde entre la avenida principal de Santiago y el río Mapocho.
En un costado del parque, unas cuantas parejas de jóvenes miraban curiosas la recién inaugurada Fuente del Bicentenario. Unos 100 chorros de agua en dos filas que subían y bajaban con una coreografía repetitiva y violenta. Mientras tanto, cambiaban de color las luces que había bajo el agua, lo que hacía más extraño todo el espectáculo.
La fuente es larga y de uno de sus extremos emerge una gran cuña metálica que se eleva hacia el cielo. Todo el conjunto da la sensación de que el arquitecto –no pude averiguar quién es, aunque posiblemente sea español–, es dueño de una sensibilidad bastante rígida, y quiso representar un ave enorme que agita sus alas con el ritmo de los chorros de agua, que suben y bajan continuamente.
La “Fuente del Bicentenario” está consagrada a la “Aviación de Chile”, lo que explica la marcialidad y el motivo estético elegido. Me pregunté si el ex jefe de esa aviación, el general Fernando Matthei, había acudido a la inauguración, celebrada un día antes. Matthei es uno de los grandes benefactores de la fuerza aérea chilena, encargado de los negocios con Inglaterra durante la Guerra de las Malvinas. Sólo pude saber que en la inauguración estuvo “la Gran Banda de Conciertos del Ejército y autoridades de Correos de Chile”, que presentaron “el sello postal de la Fuente del Bicentenario”.

Seguí caminando por el parque. Alguien en cuyo gusto confío me había dicho que entre los árboles podía encontrar el Café Literario. Se trata de un espacio agradable, con sus paredes repletas de libros y una terraza en la que se puede uno sentar mientras lee y toma un café.
Por desgracia no pude recorrer demasiado, ni acercarme a las estanterías de libros, porque según me indicaron, el café estaba cerrando. De todas maneras, alguien me dijo que en el subsuelo en esos momentos había una conferencia, y que luego se iba a ofrecer un vino de honor.
Bajé, con el vértigo de no saber cuál sería el tema sobre el que se estaba tratando. Imaginé que podría ser la presentación de un libro sobre jardinería, o una reunión de arquitectos jubilados, o una charla de autoayuda.
Entré a una sala muy moderna, que estaba casi colmada. Me senté en una de las últimas filas, justo delante de un hombre viejo y demacrado. Pude percibir su olor, y me convencí de que era un mendigo o un vagabundo, que como yo había pensado más en el vino que en la disertación que se iba a ofrecer.
Me puse a escuchar atentamente.
Frente a nosotros, sentados a una mesa, estaban tres hombres mayores de 70 años, impecablemente vestidos. Uno de ellos leía de forma vehemente, con un acento extraño, y pronunciando repetidamente palabras en alemán.
Hablaba de la traición de Werner Karl Heisenberg, creador del principio de incertidumbre y premio Nóbel de Física, y de Otto Hahn, otro físico de ese país. Ambos habían retrasado a Alemania en la construcción de la bomba atómica, y habían transmitido información secreta a Estados Unidos durante varios años.
Hablaba de que Alemania había hecho adelantos enormes durante la década del treinta, descubrimientos que la habían dejado muy por delante de la ciencia del resto del mundo, y afirmaba que si no hubiera sido por esa traición, “el nacionalsocialismo hubiera sido perfectamente capaz de construir la bomba atómica y cambiar el curso de la guerra”.
Miré a mi alrededor. Cerca de mí, un joven vestido de negro asentía a cada frase que lanzaba el disertante. Cerca de él, dos jóvenes gordos, rapados y vestidos de negro también escuchaban extasiados.
El conferencista hablaba del poco poder con el que contaba el ministro de Armamento de Hitler, que no pudo evitar varios sabotajes que retrasaron la producción de uranio en una planta de Noruega. Este ministro de armamento no era otro que el arquitecto Albert Speer, legendaria figura del nazismo y uno de los creadores de la estética hitleriana de potentes edificios inútiles, una marcialidad que se proponía volver a Roma pero con la piel blanca de la antigua mitología germánica.
Al final de su monólogo, y después del aplauso entusiasmado de todos los presentes, el disertante respondió con su acento alemán a algunas preguntas del público. En un momento, uno de los que estaba al lado suyo en la mesa quiso despejar dudas sobre el origen de su colega. “No crean que el profesor es nacionalsocialista”, aclaró. “Él es suizo” (SIC). Me pregunté si la cultura neonazi nunca se había extendido más allá de los límites de Alemania.
Pronto me di cuenta de que no iba a poder compartir el vino de honor con esa gente, y abandoné la sala. Más tarde averigüé que la charla había sido organizada por el Instituto Histórico Arturo Prat, y supe que esa institución tiene estrechas relaciones con el “Nacional Sindicalismo” chileno. Les habían prestado una sala pública para su charla, por pura amistad con la directiva de la Municipalidad de Providencia, también plagada de hombres honorables y rubios, o morochos pero honorables y deseosos de ser rubios.

Antes de dormir, se me ocurrió un sueño que podría resumir mi tarde. Me propuse soñar con un enorme pájaro de alas de agua que arrojaba bombas atómicas sobre las Islas Malvinas. Pero esta mañana confirmé que soy muy malo para recordar los sueños.

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