Impresiones
"Y en tu cuerpo/todos los errores".
8.26.2005
Suavemente atado
Cuando era chico, mis cuadernos de la escuela me provocaban asco. Me parecían muy desprolijos. Mis puños y mis codos atraían la tinta hacia la tela, y cada página se llenaba de manchas, de rayones torpes, nuevos elementos inesperados frente a los que mi escritura se esforzaba, para incluirlos improvisando palabras, puntos enormes para una i, pequeños soles o estrellas en los dibujos. La desprolijidad iba por delante de la escritura.
Todavía siento, a veces, la necesidad de estirar los brazos, como hacía en aquellos tiempos, para separar mis manos de los abarcadores puños de la camisa, puños que me convertían en un artesano torpe, traumado por la belleza de los cuadernos de mis compañeros. Era un colegio de varones, y por suerte mis garabatos nunca tuvieron que compararse con la esmerada escritura de esas nenas que saben que van a ser abogadas y van a tener tres hijos.
Pasar a la página siguiente. Esa relación es la que entablo hoy con las cosas: quiero que terminen, dejarlas atrás, comenzar de nuevo con otra suerte en la otra página.
Si en el mundo no hubiera capacidad de revisión, si el pasado reciente no existiera, habría muchos más chicos felices. Claro que no habría suerte para los mayores, y no podríamos resolver nuestros básicos conflictos políticos a causa de la falta de lecciones aprendidas, de la ausencia de historia.
El pasado, siempre, es el peor enemigo de los más chicos. Izaskun, maestra que todavía pronunciaba el español-vasco de su infancia, una vez se deshizo del lazo que tenía en su cintura para sostener su guardapolvo, y ató a uno de mis compañeros a su asiento. El inquieto Pablo –así se llamaba– quedó atrapado al pupitre de madera y hierro, que se había convertido de pronto en banco de tortura. Pero lo que más me sorprendió fue que Pablo se quedara en su lugar. Con un esfuerzo mínimo, con la fuerza de su pequeño cuerpo, hubiera podido deshacerse del lazo de tela. Pero cruzó los brazos y se retiró a llorar contra la tabla del pupitre.
Había aceptado la derrota, y había sido una derrota simbólica, aplastante.
Izaskun siguió con sus clases, pura voluntad en cada gesto. La derrota era de todos. Seguramente antes de irnos levantamos la tabla del pupitre, para sacar nuestros cuadernos de esa misma cavidad que a Pablo le servía como caja de resonancia. Seguía llorando cuando salimos.
8.24.2005
Tango de adolescencia
Hoy, gracias a mi amigo Andrés, descubrí que sigo de paseo por este país.
Me prestó un pequeño equipo de música, y pude volver a escuchar un disco en el que
un guitarrista temeroso recita los sonidos que le sobran a su instrumento, con pequeñas frases entre los rabiosos rasgueos que me devuelven a mi adolescencia en Buenos Aires. No importa que sea Santiago, a las 12 de la noche de mis treinta años: hay sonidos que todavía me recuerdan a las tardes lluviosas en que miraba los trenes que abandonaban la estación de Temperley, 15 pisos más abajo de la ventana de mi habitación adolescente.
Fue gracias a este amigo, entonces, que volvieron las guitarras delicadas y temerosas. Y gracias a él también comprobé que hay muchos lugares a los que no se vuelve si es que no hay amigos. Por eso sigo de paseo por Santiago, acostumbrado a volver, convencido de que sólo es por un rato.
Las letras de los tangos del exilio lo dicen mucho mejor que yo. Pero es que los obreros de pelos mojados, en los buses de las 8 de la mañana, todavía son una especie exótica para mí. El lenguaje extraño todavía me parece extraño. Las cosas siguen en su lugar, sólo que ahora están lejos, y me rodea todo lo extranjero. No está mi cama, faltan mis libros y hasta esta noche también faltaba mi música.
Escuchar algo familiar para volver un poco, aunque esta noche me siento a miles de kilómetros de mi vida.
8.22.2005
Pantera y pollos
Almuerzo de sábado en un local del centro. Pollo frito, un manjar latinoamericano que hasta ahora no me había permitido, y que no abunda en Argentina. (Me cuentan que la única multinacional que existe con origen en Guatemala se dedica al pollo frito, casi una prueba irrefutable de latinoamericanismo para este plato popular.)
El pollo se sirve con una pequeña capa de harina crocante que cubre las piezas de carne, aunque algunas familias optan por comprar un pollo entero, completamente cubierto por esa película crocante, casi como una mortaja que envuelve la silueta del animal. Los niños se abalanzan sobre las gloriosas papas fritas mientras sus padres maniobran con los cubiertos de plástico para separar las presas del pollo.
El local es barato; mesas no demasiado limpias, no hay demasiada gente y cuelgan adornos y cuadros de colores chillones. Por los televisores se emiten algunos imperecederos capítulos de La Pantera Rosa. Noto que la música que acompaña a las historias es realmente buena, agitaciones de jazz que siguen todas las acciones del personaje. También noto que los personajes humanos en La Pantera Rosa siempre usan bigote y son en general personas muy tristes. La Pantera, con su aplomo, algunas veces es víctima, pero también en ocasiones se transforma en cínico espectador de las miserias ajenas. Puede ser muy torpe en algunos capítulos, o muy hábil y resuelta en otros; es un héroe que fluctúa entre la comedia y la ironía. Y siempre camina con ese ritmo que le imprimió a sus patas traseras el contrabajo de la orquesta dirigida por Henry Mancini.
Los almuerzos de fin de semana condenan a la televisión. En los restaurantes vacíos del centro de la ciudad hay muy poco que hacer más que analizar lo que ofrece la TV. Luego de los capítulos de La Pantera Rosa, una raza de marionetas frenéticas conquista la pantalla, con sus movimientos acompasados y sus moralejas pronunciadas de cara al público. La cuarta pared para esos muñecos es una multitud de niños aprendiendo lecciones morales, al otro lado del televisor.
Imagino que todos esos niños comparten conmigo el infinito aburrimiento que provocan las marionetas, y me concentro en mi cerveza, pensando en lo arriesgado que puede ser intentar nuevas versiones de Plaza Sésamo.
El pollo está crocante y el aceite inunda mi boca y hace que brillen los alrededores de mis labios con una pequeña capa de grasa. Sé que debería buscar algo más saludable para cenar, pero por ahora sigo comiendo este pedazo de Latinoamérica.
8.01.2005
Aperrémonos
El hablar chileno no es especialmente agradable para quienes no disfrutamos de la música lingüística y del estiramiento de las vocales. Creo que Argentina ya tiene demasiado con los cordobeses. Pero en cuanto a los significados de las palabras, a veces estas diferenciaciones regionales son bastante fecundas.
Hace poco me encontré con un vocablo interesante. Defender, cobijar, dar abrigo a amigos y débiles: esa es la traducción aproximada de la palabra chilena "aperrarse", mi último hallazgo idiomático por estas tierras.
Una mujer es "aperrada" cuando cuida a sus hijos. Y la expresión sorprende no sólo por sus componentes gráficos (cachorros y tetas acuden para ilustrar el significado), sino porque invierte el valor que el resto de los hispanoparlantes otorgamos a la palabra "perro". Ser tratado "como un perro" significa (desde México hasta España) lo contrario a abrigar y dar cobijo, siempre en los términos aproximados que nos permite la definición de un vocabulario popular. Y aperrado también quiere decir valiente, arriesgado: otra connotación positiva que descansa entre los chilenos.
Esto no quiere decir, claro, que aquí traten mejor a los perros, o que el lenguaje chileno sea más ecológico (de hecho, si consideramos al ruido como una forma de contaminación, buena parte de los vocablos que usan los chilenos podrían entrar en la lista negra de Greenpeace). Pero sí demuestra que más allá de la música, la adaptación de las voces siempre guarda sorpresas agradables.
Como sucede con la insólita jota que los uruguayos colocan al principio cuando pronuncian la palabra "hedor", que casi la convierte en una nueva palabra, la desnaturalización de los vocablos puede llegar incluso a invertir significados, como lo muestran los aperrados chilenos.
Y este tipo de cosas conmueven más cuando uno piensa en esta sociedad, en la que la represión quedó instalada como una espina en el espíritu de cada uno de los chilenos.
La ventaja de Chile está en su frondoso futuro: tienen mucha libertad todavía por conquistar. Uno de esos frentes de batalla es justamente el del lenguaje: he recibido miradas sorprendidas luego de haber pronunciado, casi involuntariamente, alguna grosería. Uno a veces tiene la sensación de que no conocen el placer ni el desahogo de mentar madres como hacemos en el resto de las grandes ciudades latinoamericanas. Cualquier adolescente argentino haría poner colorado a un hampón de los barrios bajos de Santiago, si los enfrentamos en el arte de putear.
Pero de todas maneras, "aperrarse" es un buen comienzo, algo naïf, lo reconozco, pero absolutamente conmovedor. Contra el sueño autoritario del idioma único, los vocablos populares. Contra el hablar uniforme, la subversión de la pronunciación. Ya lo dijeron unos cuantos franceses: todos los días, en cada boca y en cada lengua, se libra una batalla política invisible, que –paradójicamente– nunca es silenciosa.
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