Impresiones

"Y en tu cuerpo/todos los errores".

4.03.2006

 

Dos anarquistas

Las últimas han sido las décadas del marketing. Sobran (tristes) pruebas al respecto. Pero a veces es bueno clavar los frenos ante algunos abusos. Me interesan particularmente los abusos del lenguaje.
Una vez, un poeta que conozco defendió el silencio que existe alrededor de la poesía; defendió su escasa presencia en las listas de best sellers. Y su argumento para la invisibilidad era también una defensa. Muchos han robado de la poesía, me explicaba este poeta. Y hoy, la publicidad, con sus garras –me dijo– se ha apropiado de muchos de los recursos que siempre había atesorado la poesía. Es mejor que la poesía se quede donde está, que los lectores la busquen.
Podía, y puede, sonar como una opinión elitista. Podría sostenerse que un consumo masivo es más democrático, y que la difusión de poesía siempre es difusión de poesía. Pero no.
Si la soledad y el tiempo libre de alguien que vive en un país extranjero pueden eximirme de algunas incoherencias, creo que en mi caso la indulgencia tiene que ser todavía mayor. Es que disfruto de observar a las clases altas. Siento un placer enorme en la conquista de sus códigos, admiro sus plásticas bellezas y me divierto malamente con las vergüenzas y las ridiculeces que sostienen. Sucede además que, como siempre, la ostentación es un rasgo de inseguridad. Así que el espectáculo a veces puede ser más interesante y ridículo.
Era sábado por la noche, y el sistema era simple: por una pequeña suma de dinero, a uno lo equipaban de una copa, y de un folleto del que podían desprenderse, de a uno, varios papelitos troquelados. Desprenderlos significaba recibir a cambio, en la copa que sosteníamos, una cantidad un tanto escasa de vino. Uno podía elegir entre decenas de bodegas y variedades. Había puestos de feria a lo largo de tres cuadras, que la masa de asistentes recorríamos de ida y vuelta, aferrados a nuestra copa como si fuéramos náufragos con salvavidas. Cada puesto presentaba elegantemente sus botellas, y uno podía pasear con su nariz, o solamente arriesgarse a lo que prometían los carteles y las etiquetas.
Había muchas promotoras, y uno de los primeros folletos publicitarios que recibí funcionó como una advertencia: "No pierdas tu color por el otoño", me decía, para después invitarme con descuento a algunas sesiones de cama solar. Empecé a ponerme en alarma.
Unos pasos más adelante, un grupo de adolescentes, desenvueltas y hasta sensuales, me rodeó para venderme una rifa de beneficencia. Me di cuenta de que eran voluntarias de alguna iglesia católica de la zona. Recaudaban fondos para un hogar de madres solteras. En el logo del delantal que todas llevaban decía algo parecido a "Sí a la vida". Pensé en cambiarlo por "Sí a la vida de madre soltera". Les dije que no traía mucho dinero, y avancé.
Con mi copa en la mano, pasé frente al stand publicitario de un banco, en el que un DJ de gorra pasaba música electrónica. Las típicas secuencias duras del sonido irreflexivo. Cerca de él, en una mesa que llamaba la atención de todos los padres de familia y abuelos, bailaba una mujer con minifaldas que no parecía llevar ropa interior. Era como un oasis del exceso en medio de los sobrios locales de las bodegas, y de las niñas católicas que vendían rifas.
Seguí caminando decidido a hacerme de mi primera copa de vino.
Creo fervientemente en eso de que sólo con preguntas se escapa de la ignorancia. Así que me dediqué a preguntar por los vinos que desconocía, por las variedades chilenas extrañas. Mi sorpresa fue enorme, al enterarme de que un vino blanco por el que había preguntado tenía un sabor "convulsionado". Creí que había dado con un poeta haciendo horas extras como vendedor, así que pedí una copa. Resultó no ser tan "convulsionado" como me decían. Tenía un sabor entre seco y dulzón. O algo así.
Me gusta el vino, pero en general prefiero los vinos tintos. Soy de los que sostienen la inverificable tesis de que el vino blanco produce más dolor de cabeza que el tinto. Así que me dirigí hacia un puesto cuyas botellas eran bien oscuras.
El vino por el que me decidí, me anunciaron, tenía un aroma "estridente". Y sobre todo, era muy "astringente" (supuse que en este caso se refería a alguna sensación relacionada con la saliva o el ardor de la lengua. Pero fue una suposición larguísima, que me tomó el mismo tiempo que me toma últimamente comprender los comerciales de televisión. A veces necesito intérpretes, que me expliquen algún detalle que finalmente me hace comprender. Soy un analfabeto publicitario).
Hacía tiempo había leído una nota periodística al respecto, pero me imaginé que, como siempre, el periodismo caía en su costumbre de exagerar. No. El discurso sobre el vino es un asedio del marketing sobre los adjetivos. La nota, que ridiculizaba lo que los enólogos decían al describir un vino, no había exagerado en nada.
Se sabe que la eficacia retórica de la publicidad es, a veces, espeluznante, y se instala en la memoria de generaciones enteras. Todos somos capaces de cantar un gingle publicitario. A uno pueden calcularle la edad por las canciones que recuerda de su niñez frente a la televisión. Cada generación tiene su marca: autitos matchbox, nesquik y otras de esas cosas imborrables.
Han avanzado hasta dejarnos arrinconados, con recuerdos que son propaganda, un canon de fórmulas y spots televisivos.
Pero quiero ser romántico en este punto: hay algo más allá. Tienen que haber sensaciones más importantes, como humanos nos merecemos algo mejor y más importante que todo esto. Hacia esa certeza se dirige la poesía, y eso la hace distinta a la publicidad, y distinta a todo. Claro que para ser poesía, la poesía tiene que provocar algo.
Con mi copa en la mano, recordé a ciertos anarquistas "de vinos y versos interminables" que menciona Alfredo Zitarrosa en un poema. Imaginé lo que ellos habrían hecho en mi lugar, y me perdí de vuelta entre los varietales.

1.25.2006

 

Uruguay etéreo

Montevideo es una provincia del tiempo, una región en la que el presente está un poco dormido. El presente está lánguido en Montevideo, y por eso a los montevideanos les queda más futuro.
Por eso disfrutan más lentamente de las cosas. Por eso se los ve más seguros y domésticos. Más estables, con esa elegancia dispersa y latinoamericana que los hace vivir de entrecasa.
Por todo eso y porque son uruguayos: porque son ciudadanos del recuerdo. Los uruguayos nunca se cansan de visitar las hazañas, de recrear la historia, del fútbol como antigua destreza nacional. Se aferran al pasado para conservar futuro, como si estuvieran llamados a hacer algo importante.
La uruguaya es la ciudadanía más extraña de Sudamérica. No exageran los uruguayos cuando se consideran distintos. Ese país es el espacio de confluencia de Europa, África, y de la América antigua y carnívora de los indios charrúas. Han sobrevivido a Argentina y a Brasil. Han ganado mundiales.
Ellos son los inventores de la clase media, los creadores de su esencia de barrio y de todos sus placeres. Sus mejores logros son el sabor a leña en los asados, el amargo profundo del mate y la extraña manera en que viven las tardes de domingo.
En mi última visita pasé pocos días en Uruguay, pero sólo algunos aromas, en el primer segundo de estadía, alcanzan para confirmar el lugar y el tiempo: todo transcurre lentamente, y uno puede por fin darse cuenta de que las percepciones cotidianas que traía son en realidad extrañas mentiras. Hay algo en el aire de Uruguay, algo que nos convierte en testigos extranjeros y nerviosos. El mundo se inclina hacia la tranquilidad.
Algunos rincones del país son modestos paraísos, donde incluso al extranjero invaden los recuerdos y la nostalgia de ser uruguayo. Como si fuera un ensayo de la madurez y del fin del desenfreno, Uruguay nos espera con campos mullidos y mucha agua, un territorio atravesado por ríos y con una costa amplísima.
Sin embargo, muchos uruguayos escapan. Aunque lánguida, la historia transcurre siempre, incluso en Uruguay. Y ante novedades y dictaduras muchos prefirieron salir al extranjero, eligieron no permanecer en el encierro tranquilo de las ciudades pequeñas y las familias unidas.
¿Cómo culparlos? Uno desea siempre lo que no tiene. Y cuando lo logra, desea lo que antes tuvo, o lo que todavía no logró.
Pero hay que ser justos: a pesar de los expatriados, Uruguay ofrece un hogareño balance entre lo que tiene y lo que quiere. Al menos, un balance extraño para Latinoamérica. El secreto está en su clase media, en sus grandes aspiraciones y en sus profundísimos orígenes. Una provincia del tiempo, entre tres continentes casi de ficción, que expulsa amores, que abriga la nostalgia y que se balancea entre llamadas de tambor. En síntesis: un pequeño paraíso doméstico y contradictorio. Casi como una familia.

11.04.2005

 

No hay caso

En un poema encontré una frase que me paralizó.
Un inglés habla de "las cicatrices de la imaginación", the scars of imagination.
¿Quién no se accidentó en el ejercicio de ampliar las posibilidades? (Sartre incluso parece haber robado la expresión del poeta durante el Mayo Francés, con su propuesta de "ampliar el campo de lo posible").
Creo que el amor no existiría sin la imaginación. Hoy yo mismo podría hacer un pequeño balance con todas las fantasías ocurridas, la imaginación aterrizada en todos estos años, los deseos ya cumplidos.
Pero nunca alcanza. La imaginación es más poderosa, quiere más. No importa que logremos algunos objetivos: siempre hay metas más amplias, nuevos placeres y promesas.
Por eso deja cicatrices: la imaginación no puede completarse, ni siquiera en los viejos. Ellos son capaces de imaginar hacia atrás, hacia un pasado enorme y en floreciente nostalgia. Reinventan. Los recuerdos son pequeños mundos materializados, los viejos nos sorprenden con detalles de hace medio siglo, y con la autoridad de haber sido testigos; sus ojos, sus bocas, sus rostros actuaron, existieron cuando sucedía ese pasado que nos parece imposible. Pero probablemente no disfrutaron de ese pasado cuando lo estaban viviendo.
El pasado es tan imposible como el futuro. Nosotros ahora abaratamos los placeres, nos sentimos inmunes contra la trascendencia, nos concentramos tanto en sentir que es imposible clasificar las sensaciones que nos llegan.
El futuro, cuando está sucediendo, nunca es placer. Se actualiza como rutina. Ni siquiera nos damos cuenta de que este aburrimiento era nuestro objetivo de hace una década, que queríamos ser esto que somos. Camino por la ciudad con la certeza de que soy un profesional exitoso, y me siento apenas más cuerdo que el último de los mendigos. La sabiduría de la gente que sobrevive cada noche en las calles, por ejemplo, me parece inalcanzable.
Nada alcanza. Con el cuerpo queremos más. Y nos movemos brutalmente hacia el futuro, groseramente nos permitimos nuevas cosas. La vieja moral se hunde entre complacientes excusas. Nos hacemos viejos.
No hay caso: la imaginación es inmoral, y deja cicatrices.

10.31.2005

 

Juventudes

En estos tiempos en que sólo quedan vivos dos de los Beatles, está claro que el amor corre peligro. Ya nada es simple. La melodía y la felicidad son parte de un pasado colorido.
Me cruzo cada día con nuevos personajes del rock. Lejos de la emoción artística, del dolor de los amores, ahora los niños llegan a la música desde la pura construcción estética, desde la pose.
Sé que corro el riesgo de parecer un viejo, pero no temo: supongo que todos los treintañeros refunfuñaron contra lo que acababan de dejar atrás. Y yo acabo de dejar atrás un mundo en el que el rock tenía un poco más de sentido. Hoy está primero el maquillaje y la vestimenta. En mis jóvenes años de colegio industrial, primero había que elegir la música: eso te dejaba de un lado o del otro del aluvión de la moda. Yo usaba jabón federal en el pelo y un pantalón de jean angostísimo que había cosido mi abuela, muy contrariada porque los flecos y los desgarros de la tela quedaran del lado de afuera, a pedido de su incomprensible nieto.
Quiero decir que para nosotros las proezas estéticas eran eso: proezas. Entrar al colegio con los pelos parados y un pantalón hecho a base de retazos acarreaba sanciones disciplinarias (o más bien, sin querer exagerar, las peores sanciones venían de los propios compañeros con sus inacabables cargadas, compañeros sobre los que se hacía una especie de militancia al explicar los por qués de cada una de nuestras ensayadísimas actitudes). Uno tenía que pagar cada una de sus exageraciones, tal como se paga a la mañana siguiente cada mililítro de alcohol que se haya ingerido.
Hoy es bastante más fácil. Pero sólo es más fácil esa parte, se simplificó la compulsión a integrar uno de los bandos; hay negocios que ofrecen todo, baratísimos atuendos de tribu, disfraces casi. Las abuelas no tienen que coser y las burlas ya no son un problema.
Pero se simplificó sólo la oferta de vestuario: el resto sigue igual. Uno puede observar perfectas muñecas de cabellos parados, íntegramente vestidas de negro y casi con ojos llorosos y lágrimas pintadas. Pero más allá de las innovaciones, la adolescencia ofrece el mismo horizonte gris; la tristeza de los chicos sigue ahí, igual que en los tiempos de Goethe.
Es que el romanticismo en realidad no es una etapa en la historia del arte, sino una estación por la que pasan todas las vidas. Algunos se bajan y dan una vuelta por el pueblo. Otros se quedan a vivir ahí, al costado de la vía. Pero en general, los adolescentes sólo toman nota de los trajes que usan los tristes habitantes en los andenes, y siguen en el tren camino hacia la vejez, donde los espera el mediocre alivio de los salarios y los días iguales. El amor no aparece, o se muere en los intentos. O se queda en el pueblito.
La conclusión –apresurada por supuesto– es que todos los artistas, por esa especie de inmadura intención de persistir, son románticos.
El misterio nos persigue. ¿Cuál de los Beatles restantes morirá primero? ¿Hasta dónde hay que escuchar nuestras obsesiones? ¿Cómo vestirnos y peinarnos?
Todas preguntas que es mejor que sigan sin respuesta.

9.27.2005

 

La carne al jugo de los sábados

Cerca de mi casa hay un refugio enorme. Son unos galpones inmensos, en los que se esconde Latinoamérica. El Mercado de la Vega Central, casi pegado a la costa del Mapocho, ofrece verduras y frutas, carnes y cabezas de cerdos gigantes, y toda la variedad cultural de la que es capaz este país.
Los sábados por la mañana, caminar hasta ese mercado es cambiar lentamente de mundo. Desde la estética gay de la zona de Bellas Artes, al cruzar el río, se llega a una sector en momentáneo abandono, los límites del barrio de Bella Vista, cada vez más ocupado por la bohemia moderna. Se dejan atrás algunas tiendas de ropa de diseño, se atraviesa la calle Patronato con su concentrado de negocios de ropa barata, y de a poco en las veredas crecen como hongos los puestos de ollas, herramientas usadas, discos piratas y películas pornográficas en DVD.
Ingresar en el galpón principal de la Vega Central es como entrar a un templo en el que los dioses y santos son los aromas. Hay penitentes locos, cuerpos inflamados de borrachos que deambulan buscando comida y alcohol, y perros y gatos que sólo buscan comida, mientras recogen en sus pelos todo el polvo del piso. El tránsito se complica con el paso de los carros de los changadores que maniobran entre la multitud.
A pesar de la pobreza de muchos de los transeúntes, el mercado es un espacio para el despilfarro. Por el suelo hay montones de hojas de lechugas y repollos, mínimamente dañadas, utilizables para cualquier cocinero escrupuloso, pero que son abandonadas en nombre de la calidad. Los bordes se tiran. Las hojas sucias no sirven. La fruta fea, aunque sana, nunca llega al glorioso destino de los estómagos. Barrenderos municipales se encargan de quitar de en medio todo lo que es rechazado. En el mercado sobran productos de la tierra. Y los precios son variables, delirantes y sensibles al humor de cada uno de los comerciantes y campesinos que se aventuran a la caprichosa oferta y la caprichosa demanda.
Los pasillos dividen rubros y culturas. En uno se puede encontrar carne, un refinamiento y multiplicación de cortes de cerdo y vaca que abruman al extranjero, conejos de ojos rojos que perdieron la piel y las omnipresentes longanizas de Chillán. En otro pasillo, puestos de conservas de aceitunas, trigo molido que se ofrece suelto y fideos de todas clases que completan una oferta inabarcable, casi como la enciclopedia de todos los almacenes de la ciudad. Otro pasillo congrega a los peruanos: diversos tipos de granos de maíz para preparar canchita, un repertorio enorme de condimentos encabezado por el ajinomoto, rojísimos y picantes rocotos que parecen frutas inofensivas y jugosas.
Todos los vendedores repiten la misma pregunta: "¿Qué va a llevar, caserito?" Se trata de una extraña y demagógica revalorización del trabajo doméstico, pero que funciona a la perfección cuando uno circula entre sabores y aromas extraños, con el ánimo de un chef de platos exóticos.
Siempre compro cilantro y jengibre, aceitunas y pikles que ahora mismo suman su ácido a mi sistema digestivo, mientras escribo estas líneas. También consigo berro y verduras amargas como la rúcula, manjares de zanja que extraño de Buenos Aires.
Al final de la compra, con los dedos doloridos por las bolsas pequeñísimas repletas de papas del sur y callampas y champiñones que explotan si uno los mira fijo, voy hasta la zona de los restaurantes. La luz entra por las chapas desencajadas, el techo es altísimo, y debajo se ha formado casi una plazoleta para las mesas de los comedores populares que ofrecen comida corrida: sopa, pan, plato de fondo y ensalada.
Es difícil escapar de las imposiciones del menú. La misma mesera que se queja siempre por su dolor en las piernas mueve su cuerpo enorme hasta la mesa que usualmente ocupo. Como es normal, me anuncia que la oferta de platos que exhiben los carteles escritos con tiza es un poco engañosa: a esas alturas del día, sólo puede prepararme una carne al jugo. Siempre acepto la carne al jugo, no porque suponga un placer, sino porque ya he superado esos sábados, y el plato elegido me depara una tarde tranquila, sin indigestión ni envenenamiento. Los perros y los penitentes borrachos comen a mi alrededor, la misma carne al jugo, único manjar posible en este paraíso tan parecido a cualquier paraíso del sur del continente.
Observo las discusiones entre los empleados de los comedores, la peregrinación de carros en los pasillos y el lento fin de la mañana, que desactiva el metabolismo del Mercado de la Vega Central. De a poco, la gente abandona el lugar con bolsas en las manos. Latinoamérica ya ha hecho el esfuerzo de acercarse a Santiago, y ahora se retira a descansar a los barrios del suburbio.

9.25.2005

 

Hermoso ladrillo

Acabo de terminar de leer 2666, de Roberto Bolaño. Es un libro pesadísimo, porque contiene un mundo enorme y concentra las dudas y las certezas de la literatura moderna. Y ahora que dejé el libro sobre la mesa, entiendo que su tamaño fue parte de la propuesta durante todos estos meses de lectura.
Es un libro incómodo. Necesita de mucha paciencia. Ninguna postura es completamente placentera, lo que obliga todo el tiempo a reconsiderar el objeto, todo el tiempo instaura la presencia de ese ladrillo de 1125 páginas que se impone a nuestra vida cotidiana y a nuestros livianos hábitos de lectura.
Y lo que se impone también es la omnipresencia del autor. Uno tiene la certeza de que está leyendo las puras obsesiones de Bolaño, un enfermo de voracidad por los detalles y los paseos, un preceptor de la inmoralidad, un convencido de que la escritura sólo puede funcionar como una forma de exorcismo.
A pesar de todo esto, casi produce furia que no descuide la estructura. Provoca envidia que, además de afirmar que el placer de la literatura está en los desvíos, Bolaño sea capaz de anudar su bestial imaginación a un esquema. La novela va y vuelve entre las décadas con una despreocupación envidiable. Hay pequeñas llaves, revelaciones mínimas, detalles que anudan unas historias con otras, y que nos hacen sentir estúpidamente felices por haber comprendido.
Pero lo importante es lo que transcurre hacia el interior de cada historia, con cada uno de sus héroes cotidianos, con los asesinos y policías y narcotraficantes y nazis a los que uno puede casi acariciar gracias a la distancia de la ficción. El bien ya no se aleja del mal, y Bolaño es capaz de concretar una estrepitosa síntesis, una catarata. Nos impone las diversas perversiones del amor como motores de algo que nunca deja de moverse, algo frente a lo que las palabras siempre llevan retraso, y que a falta de una definición menos cursi podemos llamar vida.
Una de las certezas más conmovedoras que deja el libro es que el éxito también es triste, que el paraíso hacia el cuál escapamos no es mejor que todas las vueltas que todos los días dan los cuerpos buscando un amanecer, como bien hubiera dicho Spinetta.
El libro de Bolaño apunta hacia el mundo, propone explorar las casualidades y tomar nota de todos los detalles. Y 2666 es sólo una de las versiones, son las historias que eligió de la complicada maraña de lo cotidiano que todos compartimos con Bolaño, un rescate que pudo hacer más por gracia de la voluntad que por obra del estilo.
El hecho de que sea su libro póstumo le agrega cierta oficialidad, un acartonamiento que –por lo que sé– Bolaño hubiera detestado. Pero no nos queda otra opción que canonizarlo, sin ceremonias y con toda la soledad y el alcohol que se merece su memoria. Pero canonizarlo por incómodo, por escritor de ladrillos felices, y por habernos dado una novela imprescindible.

9.11.2005

 

Tiempo: 11 de septiembre

Prometía ser un domingo un poco triste, pero la larga caminata, mi curiosidad y el sol de la mañana ablandaron bastante el ejercicio de la nostalgia.
Desde hacía dos o tres días, el gobierno había advertido que reprimiría los desmanes que se cometieran durante la marcha. Además, una reluciente ley prometía 3 años de cárcel a quien arrojara bombas molotov. En los noticieros, estas advertencias iban acompañadas de didácticas imágenes de jóvenes encapuchados tirando precisamente bombas molotov contra vehículos policiales; vehículos a los que visiblemente el fuego que surgía al estallar la pequeña botellita no podía causar más que cosquillas.
Con estas imágenes, y con varias otras advertencias preocupadas en la cabeza, viajé en el metro hasta la Moneda. Lo que encontré no estuvo muy lejos de lo que imaginaba encontrar: cientos de siglas y divisiones en rojo, pequeñas banderitas con leyendas que intentaban definir a cada uno de los muchos grupos en los que está dividida la izquierda chilena. Esta necesidad de dividirse es un dato que paradójicamente la une al resto de las izquierdas del mundo.
A partir de que comenzó la caminata, la columna se fue nutriendo de personas menos identificadas con grupos y partidos, familias con niños y muchísimos jóvenes. La estatua de Salvador Allende recibió aplausos y flores, y seguimos hacia el Mapocho en un recorrido totalmente previsto y vallado, con carabineros cada pocos metros e incluso –y esto me llamó la atención– muchos policías caminaban entre la gente, en plena columna, con aires de magnánima tolerancia democrática.
La gente entonaba canciones viejas y gloriosas, y sólo de vez en cuando se acordaba de que el actual presidente también pertenece al Partido Socialista. Era cuando ensayaban un poco de humor, al cantar que si Lagos es socialista, entonces el Papa seguramente es guerrillero.
Llegó el momento de abandonar el centro, y cruzar el río rumbo al Cementerio Central. En una esquina, lo que hasta ayer había sido un enorme local de Mc Donald´s parecía un galpón tapiado y abandonado. Enormes placas de madera cubrían sus ventanas y la gigante M amarilla había sido retirada de su sitio, sólo por unas horas, como para no estimular sentimientos anti-imperialistas.
El locutor que caminaba al frente de la marcha parecía salido de uno de los noticieros de TV, y advertía que la disciplina y la calma eran la mejor manera de homenajear a las víctimas del golpe militar. Recordé que Marx decía que "la violencia es la partera de la historia", y pensé que en esta marcha, era como si toda la izquierda chilena hubiera estado tomando anticonceptivos. Por supuesto, la perspectiva de no tener que correr ni absorber gases lacrimógenos me tranquilizó. Como bien saben, no soy un héroe.
Después de varios minutos a pleno sol, llegamos al cementerio. Mientras escuchábamos el largo discurso, frente a una gigantesca lápida en la que están los nombres de todas las víctimas de Pinochet y sus asesinos, la gente buscó lugar entre los mausoleos que había alrededor.
Luego, la columna siguió hacia adentro, entre edificios que alojaban minúsculos nichos, una larga hilera de monoblocks plagados de flores de plástico sobre las pequeñas puertitas, detrás de las cuales se corrompía el cuerpo de varias generaciones de chilenos. Me sorprendió encontrar un nicho con la Estrella de David, y me pregunté si la religión judía no permitía únicamente los enterramientos bajo tierra.
Seguí a un grupo de personas con banderas rojas que caminaban entre los monoblocks, y que también iban curioseando entre los apellidos grabados en las puertas de los nichos. De repente, al salir de uno de los pasillos dimos con una extensión enorme de tumbas en la tierra, todas uniformes y sin demasiada ornamentación. Aquí y allá flameaban banderas plásticas del Colo-Colo. Alrededor, las laderas de dos cerros verdes hacían que el espacio y la cantidad de cruces se multiplicara.
Mientras atravesábamos esa parte del cementerio, pude ver a una familia compungida alrededor de un féretro que estaba a punto de ser enterrado. También vi un grupo de tumbas que había sido cubierto por un techo de chapa, y que mostraba placas que indicaban que se trataba del mausoleo (de tierra, evidentemente no pudieron llegar a algo más) del Sindicato de Trabajadores Circenses de Chile. Payasos y animales africanos aparecían en algunas de las lápidas, como para confirmar que se trataba de un sindicato serio, que se preocupaba por la vida y la muerte de sus trabajadores.

Mi última escala fue otro edificio de nichos, casi al borde del cementerio. Ahí, una pequeñísima puerta llevaba el nombre de Víctor Jara. Era un nicho muy sencillo, pintado de rojo y plagado de claveles que algunos manifestantes dejaban como ofrenda y otros se llevaban como recuerdo. Por unos parlantes que habían instalado muy cerca se escuchaba una versión de Te recuerdo Amanda.
La sirena de una fábrica llama de vuelta al trabajo, y Amanda está feliz de encontrarse cinco minutos con Manuel, que pronto va a morir, destrozado por la violencia y la historia. “La vida es eterna, en cinco minutos”. La canción es muy simple y en el cementerio, la voz de Víctor Jara sonaba como un llamado a aprovechar el tiempo.

Lunes por la mañana
La vuelta de la marcha transcurrió sin problemas. Salvo porque al cruzar los puentes sobre el río Mapocho para volver al centro, los carabineros registraban a todos los jóvenes que les resultaran sospechosos.
Hoy me entero de que la vida de Cristián Castillo Díaz terminó anoche, después de 16 años. La muerte de este adolescente durante las manifestaciones callejeras, que hubiera provocado un escándalo político en muchos países latinoamericanos, es una noticia que apenas comparte importancia con la evolución de las campañas proselitistas.
La policía comandada por el gobierno socialista ha refinado sus métodos. La muerte de este chico casi parece un asesinato poético: la bala quedó alojada cerca de su corazón.

9.07.2005

 

Arquitectos

Algunos días, al salir del trabajo, aprovecho para caminar hasta mi casa. Son unas 25 o 30 cuadras, pero descubro nuevos barrios, me distraigo entre vidrieras y me detengo en librerías.
Ya estaba bajando el sol ayer cuando llegué al Parque Balmaceda. Es una extensión bastante grande con muchos árboles, una zona verde entre la avenida principal de Santiago y el río Mapocho.
En un costado del parque, unas cuantas parejas de jóvenes miraban curiosas la recién inaugurada Fuente del Bicentenario. Unos 100 chorros de agua en dos filas que subían y bajaban con una coreografía repetitiva y violenta. Mientras tanto, cambiaban de color las luces que había bajo el agua, lo que hacía más extraño todo el espectáculo.
La fuente es larga y de uno de sus extremos emerge una gran cuña metálica que se eleva hacia el cielo. Todo el conjunto da la sensación de que el arquitecto –no pude averiguar quién es, aunque posiblemente sea español–, es dueño de una sensibilidad bastante rígida, y quiso representar un ave enorme que agita sus alas con el ritmo de los chorros de agua, que suben y bajan continuamente.
La “Fuente del Bicentenario” está consagrada a la “Aviación de Chile”, lo que explica la marcialidad y el motivo estético elegido. Me pregunté si el ex jefe de esa aviación, el general Fernando Matthei, había acudido a la inauguración, celebrada un día antes. Matthei es uno de los grandes benefactores de la fuerza aérea chilena, encargado de los negocios con Inglaterra durante la Guerra de las Malvinas. Sólo pude saber que en la inauguración estuvo “la Gran Banda de Conciertos del Ejército y autoridades de Correos de Chile”, que presentaron “el sello postal de la Fuente del Bicentenario”.

Seguí caminando por el parque. Alguien en cuyo gusto confío me había dicho que entre los árboles podía encontrar el Café Literario. Se trata de un espacio agradable, con sus paredes repletas de libros y una terraza en la que se puede uno sentar mientras lee y toma un café.
Por desgracia no pude recorrer demasiado, ni acercarme a las estanterías de libros, porque según me indicaron, el café estaba cerrando. De todas maneras, alguien me dijo que en el subsuelo en esos momentos había una conferencia, y que luego se iba a ofrecer un vino de honor.
Bajé, con el vértigo de no saber cuál sería el tema sobre el que se estaba tratando. Imaginé que podría ser la presentación de un libro sobre jardinería, o una reunión de arquitectos jubilados, o una charla de autoayuda.
Entré a una sala muy moderna, que estaba casi colmada. Me senté en una de las últimas filas, justo delante de un hombre viejo y demacrado. Pude percibir su olor, y me convencí de que era un mendigo o un vagabundo, que como yo había pensado más en el vino que en la disertación que se iba a ofrecer.
Me puse a escuchar atentamente.
Frente a nosotros, sentados a una mesa, estaban tres hombres mayores de 70 años, impecablemente vestidos. Uno de ellos leía de forma vehemente, con un acento extraño, y pronunciando repetidamente palabras en alemán.
Hablaba de la traición de Werner Karl Heisenberg, creador del principio de incertidumbre y premio Nóbel de Física, y de Otto Hahn, otro físico de ese país. Ambos habían retrasado a Alemania en la construcción de la bomba atómica, y habían transmitido información secreta a Estados Unidos durante varios años.
Hablaba de que Alemania había hecho adelantos enormes durante la década del treinta, descubrimientos que la habían dejado muy por delante de la ciencia del resto del mundo, y afirmaba que si no hubiera sido por esa traición, “el nacionalsocialismo hubiera sido perfectamente capaz de construir la bomba atómica y cambiar el curso de la guerra”.
Miré a mi alrededor. Cerca de mí, un joven vestido de negro asentía a cada frase que lanzaba el disertante. Cerca de él, dos jóvenes gordos, rapados y vestidos de negro también escuchaban extasiados.
El conferencista hablaba del poco poder con el que contaba el ministro de Armamento de Hitler, que no pudo evitar varios sabotajes que retrasaron la producción de uranio en una planta de Noruega. Este ministro de armamento no era otro que el arquitecto Albert Speer, legendaria figura del nazismo y uno de los creadores de la estética hitleriana de potentes edificios inútiles, una marcialidad que se proponía volver a Roma pero con la piel blanca de la antigua mitología germánica.
Al final de su monólogo, y después del aplauso entusiasmado de todos los presentes, el disertante respondió con su acento alemán a algunas preguntas del público. En un momento, uno de los que estaba al lado suyo en la mesa quiso despejar dudas sobre el origen de su colega. “No crean que el profesor es nacionalsocialista”, aclaró. “Él es suizo” (SIC). Me pregunté si la cultura neonazi nunca se había extendido más allá de los límites de Alemania.
Pronto me di cuenta de que no iba a poder compartir el vino de honor con esa gente, y abandoné la sala. Más tarde averigüé que la charla había sido organizada por el Instituto Histórico Arturo Prat, y supe que esa institución tiene estrechas relaciones con el “Nacional Sindicalismo” chileno. Les habían prestado una sala pública para su charla, por pura amistad con la directiva de la Municipalidad de Providencia, también plagada de hombres honorables y rubios, o morochos pero honorables y deseosos de ser rubios.

Antes de dormir, se me ocurrió un sueño que podría resumir mi tarde. Me propuse soñar con un enorme pájaro de alas de agua que arrojaba bombas atómicas sobre las Islas Malvinas. Pero esta mañana confirmé que soy muy malo para recordar los sueños.

8.26.2005

 

Suavemente atado

Cuando era chico, mis cuadernos de la escuela me provocaban asco. Me parecían muy desprolijos. Mis puños y mis codos atraían la tinta hacia la tela, y cada página se llenaba de manchas, de rayones torpes, nuevos elementos inesperados frente a los que mi escritura se esforzaba, para incluirlos improvisando palabras, puntos enormes para una i, pequeños soles o estrellas en los dibujos. La desprolijidad iba por delante de la escritura.
Todavía siento, a veces, la necesidad de estirar los brazos, como hacía en aquellos tiempos, para separar mis manos de los abarcadores puños de la camisa, puños que me convertían en un artesano torpe, traumado por la belleza de los cuadernos de mis compañeros. Era un colegio de varones, y por suerte mis garabatos nunca tuvieron que compararse con la esmerada escritura de esas nenas que saben que van a ser abogadas y van a tener tres hijos.
Pasar a la página siguiente. Esa relación es la que entablo hoy con las cosas: quiero que terminen, dejarlas atrás, comenzar de nuevo con otra suerte en la otra página.
Si en el mundo no hubiera capacidad de revisión, si el pasado reciente no existiera, habría muchos más chicos felices. Claro que no habría suerte para los mayores, y no podríamos resolver nuestros básicos conflictos políticos a causa de la falta de lecciones aprendidas, de la ausencia de historia.
El pasado, siempre, es el peor enemigo de los más chicos. Izaskun, maestra que todavía pronunciaba el español-vasco de su infancia, una vez se deshizo del lazo que tenía en su cintura para sostener su guardapolvo, y ató a uno de mis compañeros a su asiento. El inquieto Pablo –así se llamaba– quedó atrapado al pupitre de madera y hierro, que se había convertido de pronto en banco de tortura. Pero lo que más me sorprendió fue que Pablo se quedara en su lugar. Con un esfuerzo mínimo, con la fuerza de su pequeño cuerpo, hubiera podido deshacerse del lazo de tela. Pero cruzó los brazos y se retiró a llorar contra la tabla del pupitre.
Había aceptado la derrota, y había sido una derrota simbólica, aplastante.
Izaskun siguió con sus clases, pura voluntad en cada gesto. La derrota era de todos. Seguramente antes de irnos levantamos la tabla del pupitre, para sacar nuestros cuadernos de esa misma cavidad que a Pablo le servía como caja de resonancia. Seguía llorando cuando salimos.

8.24.2005

 

Tango de adolescencia

Vini ReillyHoy, gracias a mi amigo Andrés, descubrí que sigo de paseo por este país.
Me prestó un pequeño equipo de música, y pude volver a escuchar un disco en el que un guitarrista temeroso recita los sonidos que le sobran a su instrumento, con pequeñas frases entre los rabiosos rasgueos que me devuelven a mi adolescencia en Buenos Aires. No importa que sea Santiago, a las 12 de la noche de mis treinta años: hay sonidos que todavía me recuerdan a las tardes lluviosas en que miraba los trenes que abandonaban la estación de Temperley, 15 pisos más abajo de la ventana de mi habitación adolescente.
Fue gracias a este amigo, entonces, que volvieron las guitarras delicadas y temerosas. Y gracias a él también comprobé que hay muchos lugares a los que no se vuelve si es que no hay amigos. Por eso sigo de paseo por Santiago, acostumbrado a volver, convencido de que sólo es por un rato.
Las letras de los tangos del exilio lo dicen mucho mejor que yo. Pero es que los obreros de pelos mojados, en los buses de las 8 de la mañana, todavía son una especie exótica para mí. El lenguaje extraño todavía me parece extraño. Las cosas siguen en su lugar, sólo que ahora están lejos, y me rodea todo lo extranjero. No está mi cama, faltan mis libros y hasta esta noche también faltaba mi música.
Escuchar algo familiar para volver un poco, aunque esta noche me siento a miles de kilómetros de mi vida.

8.22.2005

 

Pantera y pollos

Almuerzo de sábado en un local del centro. Pollo frito, un manjar latinoamericano que hasta ahora no me había permitido, y que no abunda en Argentina. (Me cuentan que la única multinacional que existe con origen en Guatemala se dedica al pollo frito, casi una prueba irrefutable de latinoamericanismo para este plato popular.)
El pollo se sirve con una pequeña capa de harina crocante que cubre las piezas de carne, aunque algunas familias optan por comprar un pollo entero, completamente cubierto por esa película crocante, casi como una mortaja que envuelve la silueta del animal. Los niños se abalanzan sobre las gloriosas papas fritas mientras sus padres maniobran con los cubiertos de plástico para separar las presas del pollo.
El local es barato; mesas no demasiado limpias, no hay demasiada gente y cuelgan adornos y cuadros de colores chillones. Por los televisores se emiten algunos imperecederos capítulos de La Pantera Rosa. Noto que la música que acompaña a las historias es realmente buena, agitaciones de jazz que siguen todas las acciones del personaje. También noto que los personajes humanos en La Pantera Rosa siempre usan bigote y son en general personas muy tristes. La Pantera, con su aplomo, algunas veces es víctima, pero también en ocasiones se transforma en cínico espectador de las miserias ajenas. Puede ser muy torpe en algunos capítulos, o muy hábil y resuelta en otros; es un héroe que fluctúa entre la comedia y la ironía. Y siempre camina con ese ritmo que le imprimió a sus patas traseras el contrabajo de la orquesta dirigida por Henry Mancini.
Los almuerzos de fin de semana condenan a la televisión. En los restaurantes vacíos del centro de la ciudad hay muy poco que hacer más que analizar lo que ofrece la TV. Luego de los capítulos de La Pantera Rosa, una raza de marionetas frenéticas conquista la pantalla, con sus movimientos acompasados y sus moralejas pronunciadas de cara al público. La cuarta pared para esos muñecos es una multitud de niños aprendiendo lecciones morales, al otro lado del televisor.
Imagino que todos esos niños comparten conmigo el infinito aburrimiento que provocan las marionetas, y me concentro en mi cerveza, pensando en lo arriesgado que puede ser intentar nuevas versiones de Plaza Sésamo.
El pollo está crocante y el aceite inunda mi boca y hace que brillen los alrededores de mis labios con una pequeña capa de grasa. Sé que debería buscar algo más saludable para cenar, pero por ahora sigo comiendo este pedazo de Latinoamérica.

8.01.2005

 

Aperrémonos

El hablar chileno no es especialmente agradable para quienes no disfrutamos de la música lingüística y del estiramiento de las vocales. Creo que Argentina ya tiene demasiado con los cordobeses. Pero en cuanto a los significados de las palabras, a veces estas diferenciaciones regionales son bastante fecundas.
Hace poco me encontré con un vocablo interesante. Defender, cobijar, dar abrigo a amigos y débiles: esa es la traducción aproximada de la palabra chilena "aperrarse", mi último hallazgo idiomático por estas tierras.
Una mujer es "aperrada" cuando cuida a sus hijos. Y la expresión sorprende no sólo por sus componentes gráficos (cachorros y tetas acuden para ilustrar el significado), sino porque invierte el valor que el resto de los hispanoparlantes otorgamos a la palabra "perro". Ser tratado "como un perro" significa (desde México hasta España) lo contrario a abrigar y dar cobijo, siempre en los términos aproximados que nos permite la definición de un vocabulario popular. Y aperrado también quiere decir valiente, arriesgado: otra connotación positiva que descansa entre los chilenos.
Esto no quiere decir, claro, que aquí traten mejor a los perros, o que el lenguaje chileno sea más ecológico (de hecho, si consideramos al ruido como una forma de contaminación, buena parte de los vocablos que usan los chilenos podrían entrar en la lista negra de Greenpeace). Pero sí demuestra que más allá de la música, la adaptación de las voces siempre guarda sorpresas agradables.
Como sucede con la insólita jota que los uruguayos colocan al principio cuando pronuncian la palabra "hedor", que casi la convierte en una nueva palabra, la desnaturalización de los vocablos puede llegar incluso a invertir significados, como lo muestran los aperrados chilenos.
Y este tipo de cosas conmueven más cuando uno piensa en esta sociedad, en la que la represión quedó instalada como una espina en el espíritu de cada uno de los chilenos.
La ventaja de Chile está en su frondoso futuro: tienen mucha libertad todavía por conquistar. Uno de esos frentes de batalla es justamente el del lenguaje: he recibido miradas sorprendidas luego de haber pronunciado, casi involuntariamente, alguna grosería. Uno a veces tiene la sensación de que no conocen el placer ni el desahogo de mentar madres como hacemos en el resto de las grandes ciudades latinoamericanas. Cualquier adolescente argentino haría poner colorado a un hampón de los barrios bajos de Santiago, si los enfrentamos en el arte de putear.
Pero de todas maneras, "aperrarse" es un buen comienzo, algo naïf, lo reconozco, pero absolutamente conmovedor. Contra el sueño autoritario del idioma único, los vocablos populares. Contra el hablar uniforme, la subversión de la pronunciación. Ya lo dijeron unos cuantos franceses: todos los días, en cada boca y en cada lengua, se libra una batalla política invisible, que –paradójicamente– nunca es silenciosa.

7.28.2005

 

Confirmado: soy un moralista

Hay una injusticia básica en nuestra percepción de lo cotidiano. Sin la disposición, sin la sensibilidad que otorga el sentirse extraño y extranjero, es difícil ver los recovecos del mundo, las increíbles escenas que se ven en las veredas siempre que uno abre los ojos y emprende su camino hacia el supermercado.
Hoy, una mujer fuma con elegancia mientras un mendigo, a metros de su colchón acomodado contra una pared, se apoya en una botella de cerveza, sin decidirse a estar parado, para decirle a ella con autosuficiencia: "yo no miro hacia adelante, yo estoy en el día a día".
Miro a los costados, para ver si soy víctima de una cámara oculta, en alguna insensible versión de un reality show literario. Pero no. Resulta que a veces la realidad es predecible, y se comporta como en las novelas del boom latinoamericano o en las historias didácticas del realismo de izquierda. La mujer evidentemente espera a un marido que estaciona una cuatroporcuatro, y mientras tanto decide hacer su propia excusión al realismo de la ciudad. Bien por ella: aunque no es mucho esfuerzo, habla con el indigente y le pregunta por su vida. Es mucho más de lo que hacen muchas mujeres de maridos en cuatroporcuatro.
Siempre con la sensación de habitar una novela de la década del 60, en la cuadra siguiente soy capaz de distinguir a una prostituta, sólo por sus ojos con lentes de contacto y su largo pelo negro; o puedo saber que el que corre para cruzar la calle es un empleado eficiente de un restaurante (lo delata el delantal), convencido de que hasta en el delibery hay desafíos que superar; o puedo imaginar lo que esa mujer rubia, que le pide más a su cigarrillo, va pensando sobre sus hijos y su marido.
Pero incluso en esta versión económica del mundo, en esta acumulación previsible de escenas e imágenes, lo que se puede ver no se agota en estas situaciones de neorrealismo literario: no entiendo los desajustes, la mugre desagradable, la cruda aparición de perros y vagabundos y la presencia superior de una grúa, que sobrevuela todo con violencia desde un edificio en construcción, para amenazar a las ventanas de los demás edificios que limitan su espacio aéreo.
El futuro ya no es como en los 60. Lo que antes era progreso, hoy es una grúa amenazante. Y sobre todo, las resoluciones ya no parecen algo simple. La conclusión puede resultar complicadísima: los problemas son más o menos los mismos, pero resulta cada ver más difícil resolverlos.
Siento congoja a causa de la mujer que, esperando a su marido, trabó conversación con el indigente. ¿Es la vuelta de la filantropía, que ahora nos muerde a las clases medias como una nueva culpa ancestral, constitutiva? ¿Vale para mí, que no tengo ni marido ni cuatroporcuatro? Me lo pregunto mientras en la caja del supermercado una chica servicial me pregunta (a su vez) si quiero donar algunos centavos para una institución encargada de los pobres. Le aclaro que no creo en ninguna institución perteneciente a la Iglesia, aunque le ahorro el recuento de los años y la cantidad de dinero que varios supermercados argentinos le dedicaron a la institución que manejaba un sacerdote pedófilo. Otra vez el argumento predecible, la falta de delicadeza del mundo, que insiste en dividirse entre buenos y malos.
Otra vez me ataca la sensibilidad esquemática, único refugio de los moralistas.

7.17.2005

 

La suerte de los animales

Viaje a Talca, tres horas al sur de Santiago. Una ciudad chica, con bordes campesinos y casas de adobe que parecen de más de 100 años. La arquitectura colonial de los antiguos fundos parece haber atravesado varios siglos. De camino a una pequeña población de las afueras, en todos los techos de tejas rojizas se puede ver la persistencia del verdín. Evidentemente, la lluvia es una molestia cotidiana en esta zona. Hay humedad, pero este es uno de los pocos días en que no llueve. Hace muchísimo frío.
Durante un paseo por los viveros que mantiene un grupo de mujeres, un pato enorme y blanco nos sigue por el camino. Es casi un animal doméstico, que evidentemente quiere a una de las mujeres que me acompaña más de lo que hubiera querido a propia su madre. La reemplazante de la madre pata es una campesina de unos 50 años, su rostro plagado de arrugas, que trata de ahuyentar al pato arrojándole terrones que encuentra a sus pies, y que nunca logran alcanzarlo. Parece que el animal está acostumbrado a ese tipo de educación, y mientras miramos almácigos y pequeños brotes de lo que van a ser fructíferas plantas de tomate, imagino que con esa misma sumisión el pato va a acudir cuando lo llamen para hacer con él un tristísimo estofado.
Como sucedía con los dioses que devoraban a sus hijos, la subsistencia de quienes viven en el campo no es compatible con el amor, al menos no con el amor a ciertos animales. Por ahora, el pato disfruta de su vida, nos mira desde una prudente distancia y hace saber con graznidos que él también quiere ser parte del paseo.


Hacia el final de la tarde, y después de visitar varias oficinas, con sus escritorios y sus burócratas, me dedico a caminar sin rumbo por la ciudad. Saco algunas fotos curiosas: una virgen muy colorida sobre un portal; un extraño cartel que anuncia "Zona de Bombas" y que intenta advertir a los automovilistas que ahí se encuentra el cuartel de bomberos; barrios de casas todas iguales pintadas con colores muy llamativos, y que hacen pensar en un antiguo plan de vivienda que impulsó el Estado.
De camino a la estación de buses, me pierdo por mercados y calles, sin cuidado y vigilado por todos: con sus miradas casi me señalan como a un turista.
Un hombre ofrece liebres muertas, a las que sólo se ha tomado el trabajo de destripar. En otras circunstancias, quizá haya sido capaz de desollar a los animales, y ofrecer el cuero limpio. Pero hoy no parece tener el ánimo para hacerlo. Tiene un pequeño puesto móvil (ruedas de bicicleta para un gran cajón de madera, él mismo es quien debe tirar, sin la ayuda de burros o caballos), está sentado y juega a las cartas con un vendedor vecino. Los ojos abiertos de las liebres, que cuelgan del carro en una línea de alambre, reflejan la figura de los que se acercan para observarlas.
Todavía es de día, y un grupo de prostitutas también juega a las cartas, esperando el momento de comenzar el trabajo. Están en un bar de ambiente sórdido, al que le han abierto todas las cortinas oscuras que normalmente lo delatan como prostíbulo. Hay una barra con licores, posters de rubias norteamericanas en bikini, varios espejos labrados con imágenes sugerentes. Es temprano, y desde la calle los transeúntes pueden ver a las mujeres (todas jóvenes, todas sentadas alrededor de una mesa) que se miran aburridas y juegan, mientras escuchan los lamentos de una cumbia. Pienso en sacar una foto, pero imagino que prefieren no ser molestadas y sigo mi camino.
También resigno fotografiar el mostrador de una veterinaria. Evidentemente el comerciante espera convocar la curiosidad de la gente, y muy cerca de la vidriera hay dispuestos varios frascos con fetos de distintos animales flotando en un líquido turbio. Un perro, un cerdo, un "cabro", un conejo, un gato. Acostumbrado a la sorpresa de los transeúntes, el tipo responde a mis preguntas casi sin mirarme, y me recita en orden cuál es la especie que tiene atrapada en cada uno de los frascos.
Recuerdo aquella teoría de la "recapitulación evolutiva", que dice que durante su crecimiento, los fetos de los mamíferos pasan por distintas etapas en las que se parecen a peces, a reptiles y a aves, en un recorrido por todas las otras familias del reino animal. Pero ninguno de estos cuerpos blancuzcos de los frascos se parece a nada más que a los monstruos que a veces presenta el cine de terror. No reconozco cerditos ni cabras ni perros, y me alejo sin la foto, ahuyentado por la escasa amabilidad del veterinario.
Vuelvo a Santiago por un camino oscuro, por el que se pueden ver poblaciones de casas idénticas, barrios cuadriculados en los que viven obreros invisibles.

7.12.2005

 

Recaudación y fe

Son las once de la noche en la Plaza de Armas de la ciudad de Santiago. El sonido de una orquesta me atrae hacia una de las esquinas. "Alabaré, alabaré", repiten con ritmo creciente un grupo de personas que forman un círculo. Todos están vestidos con elegancia pueblerina. "Alaaaabaré a mi señoooor", se escucha por un serie de parlantes que completan el círculo.
En un momento, la canción menciona los "ríos de agua viva" que generó Cristo durante su estancia en la tierra. Más que hacerme pensar en los flujos que permiten el bautismo, pienso en las "aguavivas", esos organismos pluricelulares, asquerosos y transparentes que laceran la piel de los bañistas en las costas frías de Argentina.
Me acerco. Tácitamente, y desde hace un buen tiempo, en los lugares que frecuento se me reconoce como turista. Muchas veces es incómodo. Saberse extranjero y llamar la atención son dos elementos que me han empujado a recortar mis salidas, a administrar mejor mi exposición pública. Pero en este caso, el hecho de ser casi un extraterrestre me deja en una posición privilegiada. Nadie se acerca a hablarme del mensaje de Jesús, quizá porque imaginan que –rubio y callado como soy– ni siquiera hablo castellano.
Aprovecho la ventaja para acercarme más. Lo primero que veo es a un adolescente, con el pelo rapado como si fuera un militar, que esconde la cabeza llorando desconsolado mientras un hombre de unos 50 años, canoso, le habla al oído mientras sostiene una Biblia en sus manos.
Alrededor, todos cantan. Envidio un poco el convencimiento con el que, cada uno, promete alabar a su dios. "Alabaré, alabaré", suena en la plaza, y uno hasta imagina que se trata de una palabra árabe, y que su repetición funciona como uno de esos conjuros de Las mil y una noches. Quizá hasta se trate de una célula dormida de Al Qaeda. O de muchas células, que forman una "aguaviva" en pleno centro de Santiago.
Pero no, este círculo de gente no está en el negocio petrolero. En una mesa, justo en el centro del círculo, un hombre cuenta billetes. Más cerca mío, otro entrega una especie de bono, que escribe mientras habla de cifras con otro de los feligreses. De pronto, una pareja irrumpe en el centro de la escena. El hombre, de unos 40 años, saca su billetera, y deja un billete en manos del pastor. La suma continúa en las manos del pastor, que sostiene como puede un micrófono inalámbrico por el que pronto va a hablar.
Y habla. Agradece a la última pareja donante, y proclama la cifra que se ha conseguido para construir la Iglesia de Dios. La verdadera Iglesia de Dios.
Doy algunos pasos hacia mi casa. En el camino, dos niños juegan a colocar un vaso de plástico en el chorro vertical de un bebedero. El juego es ingenioso: el chorro levanta y mantiene el vaso en el aire durante unos segundos, mientras se escuchan las carcajadas de los chicos.
Pero el hechizo se rompe. Dos carabineros se acercan, y con caras muy serias, hacen notar a los chicos que su juego está mojando el suelo de la plaza, y que eso perjudica a otras personas que quieran utilizar el bebedero. Los chicos se alejan, todavía divertidos por el efecto del vaso volador.
En otra de las esquinas, otro pastor abandona sus ambiciones económicas. Está rodeado sólo de dos o tres feligreses. Se trata, obviamente, de un díscolo ex miembro de la Iglesia de los "ríos de agua viva" que eligió otro sector de la plaza. Aunque está más solo (y obviamente es más pobre que sus ex hermanos), se lo nota más convencido. De vez en cuando, sus acompañantes lo envalentonan con algún "¡Aleluya!"
La plaza, con sus predicadores que recuerdan las divisiones de los partidos de izquierda, me hace pensar que la realidad es tan compleja que casi no existe. Mirar es descubrir detalles. Que son tantos, que el mundo abruma por inabarcable.
El momento metafísico termina con un borracho que orina contra una pared, mientras discute con su novia que, estoica, trata de evitar ponerse en el camino del líquido que baja hacia la calle.
Santiago se prepara para dormir, después de la fe y la borrachera.

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